29 de noviembre de 2013

A la hora de escribir, ya sea el comienzo de una novela, un relato o como en este caso el inicio de un blog, el reto siempre ha sido enfrentarse a una página en blanco. Siempre he dicho que empezar algo es fácil, hacerlo con calidad y de forma original está solo al alcance de muy pocos.
 En mi caso, simplemente empezaré por el principio, con el primer relato que escribí, ya hace años. Una historia que solo pretende entretener.
 Antes de que empecéis a leerla, aclarar que he preferido publicar la historia casi tal y como la redacté en un primer momento, porque me temo que si la reformara y corrigiera desvirtuaría el espíritu de lo que fue, una especie de ópera prima.
 Por otra parte, espero que el fraccionamiento en tres capítulos, al que obliga su extensión, no suponga un inconveniente importante.


 NAUFRAGIO EN LUARCA
Todo empezó en una taberna del puerto de Luarca, cuando agotado y sediento, reparaba los ánimos y el cansancio con una buena jarra de cerveza, tras librarme por los pelos de estrellarme contra las rocas de la bocana.
 En la mesa de al lado, dos pescadores discutían en voz alta.
Al principio no entendía bien de que hablaban, pero algo me decía que aquella charla tenía que ver con el extraño suceso que acababa de ocurrirme salvándome de un naufragio seguro a la entrada del puerto.
 Había llegado hasta Asturias navegando desde Galicia, bordeando la costa en dirección a San Sebastián. No se anunciaba temporal, pero pasado el Cabo Ortegal me sorprendió el mal tiempo. La noche era muy oscura, sopesé la situación y la prudencia, junto con la enorme dificultad para vencer el vendaval que se había desatado, me aconsejaron refugiarme en Luarca.
 La entrada no era fácil y en plena maniobra las fuertes rachas de viento hicieron que el barco se precipitara hacia las rocas que dan paso al puerto.
 No sé porqué, pero me quedé paralizado esperando el impacto. En ese mismo instante, en el espigón, vi como una luz se movía indicándome claramente que siguiera. No lo dudé. Apreté los dientes, aceleré forzando el motor al máximo y pasé rozando las enormes piedras.
 Evité el borde rocoso en el último momento y, al dejarlo atrás, no pude por menos de dar gracias a Dios. Las piernas apenas me tenían en pie y sudaba tanto, que parecía que una tonelada de agua me hubiera caído encima. Cerré los ojos, dejé salir todo el aire de mis pulmones relajando al máximo la tensión acumulada, y me juré a mí mismo que con un viento así nunca más me acercaría a la costa.
 Aliviado, me volví hacia el muelle para agradecer a mi salvador su ayuda, pero extrañamente el espigón estaba desierto.
 Me hubiera gustado gritarle un enorme gracias a quien quiera que fuese el que manejara aquella luz, pero tuve que conformarme con agradecérselo desde mi interior, en silencio. Su gesto nos había salvado a mi barco y a mí de un peligroso naufragio.
 Ya en el muelle por mi cabeza solo pasaba una idea; bajar a tierra y tomarme una copa a la salud de mi benefactor anónimo. Y… Allí empezó mi historia, en aquella oscura taberna del puerto donde me calentaba, por dentro y por fuera, con un buen trago.
 Recuperado del susto, y cuando empezaba a relatar mi aventura al camarero, no pude por menos de escuchar a los dos pescadores que, con más de alcohol de la cuenta en sus venas, se referían a los extraños sucesos que ocurrían en la zona.
 - Xuan, yo no me creo nada de nada. ¡Eso son tonterías! Y puede que ese cuento de las luces solo sirva para que nadie más se atreva a pescar en Punta Barayo.
 - Pues yo te juro por mis hijos, que no he visto luces, pero allí, no vuelvo. – Le contestó el otro.
 - ¿No lo entiendo?, si no viste nada raro, ¿porqué coños no vas a volver?
 - Mira, tú sabes que allí nunca ha habido corrientes y además la mar estaba en calma, pero te juro que sentí que una corriente tan fuerte que tuve que poner el motor a la máxima potencia para vencerla y evitar acabar entre las rocas.
 Aquella conversación que hablaba de luces y peligros atrajo mi atención, y no pude por menos de interrumpir a los dos marineros.
 En cuanto les comenté que a mí, esa noche, me había pasado algo raro, pusieron cara de pocos amigos y callaron de inmediato. Sin duda, pensé, no les gusta hablar con extraños.
 Afortunadamente, intervino el camarero que había visto mi entrada en el puerto, asegurándoles, que por un momento, pensó que no lo contaba. Se ve que él sí tenía ganas de hablar, se sentó con ellos, me invitó a hacer lo propio y trajo cuatro copas más. Eso rebajó la tensión y el calorcillo del alcohol, fue agilizando las lenguas.
 Después de contarles mi aventura, advertí la inquietud en sus miradas, más aún cuando el camarero nos aseguró que él no había visto luz alguna y que tampoco había nadie en el espigón.
 Yo, seguro como estaba de lo que había visto, quedé aún más convencido de que aquello bien podría haber sido uno más de los raros fenómenos que estaban produciéndose en la zona, así que les rogué que me explicaran lo que estaba pasando y, así lo hicieron.
 Continuará…

26 de noviembre de 2013

He decidido iniciar este blog con un homenaje a la tradición oral de
los pueblos de León, con el recuerdo de mi abuelo Juan Antonio, de las
historias bien contadas a la puerta de su casa, de escuchar las tertulias y
las conversaciones de los mayores atraído por lo que escondían las
palabras. De ese placer que sentía derivó el gusto
por la lectura y el cine, herederos directos de los relatos que se
contaban entorno al fuego durante las frías noches del invierno.
Lamentablemente la evolución, que no siempre es la adecuada, ha
terminado con los cuentos de la hoguera y las charlas al anochecer,
cuando  “la fresca” sustituía al calor agobiante del verano invitando
al diálogo.
Crecí, como muchos leoneses de mi edad, con aquellas
veladas estivales, con los chascarrillos de los vecinos, con la voz de
mi abuelo, un maestro de pueblo locuaz y socarrón y con sus cuentos
a la luz de la luna. A ellos les debo el placer de la lectura y mi
admiración por quienes escriben.
No heredé de mi abuelo la facilidad para la oratoria, ni el tono de voz ronco y
sugerente con el que le recuerdo, pero si escribo, es sin duda gracias
a él y a las horas que pasé sentado en el suelo, entre las sillas de
madera de los vecinos, cuando se reunían cada noche bajo las estrellas
en San Cristobal de Entreviñas.