31 de octubre de 2014

El mito de Sísifo.

Esto lo escribí hace algunas semanas. Desde luego que la indignación y la desesperanza guiaron a la pluma y aunque hoy las sensaciones son muy distintas, el absurdo sigue y seguirá siendo una constante en nuestras vidas y por eso lo publico. Dije o mejor dicho, ayer decía así:

Desde hace unos días me invade una sensación triste, descorazonadora, diría yo.
¿Por qué? Nunca he creído en motivos o causas únicas y tampoco voy a pensar ahora que un estado de ánimo esté mediatizado por una sola razón, así que supongo que haya varios factores que influyan en nuestra actitud. Me pregunto… ¿Influirá mucho el otoño? ¿Y este tiempo oscuro y lluvioso? ¿La cercanía del invierno, quizás? ¿La indignación? ¿Quizás la desvergüenza, la desfachatez y el descaro en los abusos de tantos personajes públicos? o es ¿Es mi habitual tendencia a lo que yo llamo "el pesimismo objetivo"?

Sin duda, todo influye, aunque podría estar feliz y contento pensando en la nueva temporada de setas, en que los tomates y los pimientos de mi huerto están madurando, creyendo dque la justicia sitúa tarde o temprano a cada uno en su sitio, sintiendo que la indignación colectiva es útil o adivinando en el horizonte nuevos proyectos. En definitiva esperanzas, ilusiones que…

Quizás sea eso, que uno amontona esperanzas, que uno, cada día, se endereza un poquito mientras lleva un mundo pesado y pesando sobre la espalda y lo transporta cuesta arriba, para que una cosa u otra te lo derribe y lo haga rodar pendiente abajo obligándote a descender, de nuevo, caminado cabizbajo hasta la base, invadido por la impotencia, enfrentado una vez más a una realidad de la que solo se puede escapar volviendo a cargar con el mundo e intentar remontar una vez más la pendiente, empujando como un burro, para empezar a levantar la cabeza, a ver una luz, a sentir una cierta felicidad con cada paso hacia arriba, aún sabiendo que vas a volver a tropezar o a sentir una nueva zancadilla en cualquier punto de la ascensión que derribe tu carga y la haga rodar de nuevo dejándote con cara de imbécil entristecido.

¿Sentiría eso mismo Sísifo? ¿Cuándo fue consciente de su eterna lucha? ¿Llegó en algún momento a caminar solo por caminar? ¿Cuando tomó conciencia de su realidad? ¿Se le transformó la cara? ¿Fue desde el primer momento? ¿Qué sentía cada vez que su carga empezaba a rodar nuevamente cuesta abajo? ¿Rabia? ¿tristeza? ¿Decepción? ¿Estupidez? ¿Hastío? ¿Desaliento? ¿Llegó a caminar sin prisas?

Hace ya años que leí este ensayo de Albert Camus y quizás sea de nuevo el momento de releerlo. De momento, recordarlo hoy, me ha servido para empezar a bajar, cansado, de nuevo desde la cima, para pensar que una nueva piedra me espera en el valle. Una piedra redonda y traicionera que no será la última, que me hará concebir esperanzas y quizás sentir felicidad un instante antes de volver a verla rodar cuesta abajo tras la caída. Es curioso, pero suele ser siempre la misma piedra y solo muy de cuando en cuando puedes escoger la carga.

¿Futuro? Me imagino a Sísifo subiendo cada vez más lentamente, consciente de que solo antes de volver a tropezar, intuirá, una vez más, la existencia de algo que no se absurdo.

14 de octubre de 2014

¿Imitando a Eduardo?


Cuando creé el personaje de Eduardo para mi novela “Los caminos del agua” no lo hice a imagen y semejanza de mí mismo. Eduardo fue, más bien, la solución a un problema en el espacio y en el tiempo de la trama. Había que conectar dos mundos, Oriente y Occidente, y aproveché mi conocimiento de la medicina como profesión y de la navegación en solitario para crear un personaje que me permitiera hacerlo de manera creíble y un tanto romántica.

Sería estúpido si negara que, personalmente, y supongo que también otros autores, trasladé (trasladamos) de una forma más o menos consciente a los personajes buena parte de nuestras vidas, de nuestros deseos, de nuestras dudas y que probablemente dotara a Eduardo con la voluntad y el arrojo necesario para llevar a cabo un viaje arriesgado y peligroso, como el que describo en la novela, porque yo carecía de esas virtudes. Sin duda siempre he deseado cubrirme con la piel bronceada de la aventura, pero lo cierto es que no soy un tipo valiente, que se me intimida fácilmente, que cada vez que me enfrento a algo nuevo siento miedo y que me cuesta vencer ese temor. Por eso mis desafíos han quedado reducidos al ámbito de aventuras de andar por casa.

Pues bien, resulta curioso que si bien como autor modelé y dí forma a los personajes de la novela, ahora descubro que Eduardo, uno de los protagonistas, también me da forma a mí, su creador, y que me ha transmitido parte de su coraje, dándome fuerzas para embarcarme, como él, en una aventura transoceánica: cruzar el Océano Atlántico navegando a vela.

Desde luego que no es lo mismo. No voy solo en el barco (no tengo tanto valor como el personaje de mi novela), voy acompañado de tres amigos que tienen el mismo sueño que yo, pero contrariamente a Eduardo que no dejaba a nadie en tierra, esperándole en la orilla, yo me sumerjo en un mar de dudas porque dejaré a este lado del Océano a una mujer y a una hija, que, dicho sea de paso, son mucho más valientes que yo y deben quererme mucho al permitir que cumpla este sueño. Y aunque supongo que lo sospechen, el día que salga de casa para meterme en un velero de apenas quince metros y dejarme impulsar por el viento hasta El Caribe, sentiré, siento ya, una gran congoja, el corazón encogido por la despedida al ver en sus ojos el brillo de la angustia, la preocupación y el miedo, mientras yo me voy con la contradicción en el alma y seguro que luchando por contener las lágrimas.

Así que, si a finales de este año me veo en mitad del océano, rogando al cielo para que haya viento o para que se calme la tempestad, se lo deberé a Eduardo que desde las páginas de mi novela me creó como soy y, sobre todo, a mi familia, porque ellas tienen el valor, la osadía, diría yo, de confiar en mí, de permitirme participar en una verdadera aventura.

Leyendo esto, cualquiera puede pensar que estoy loco, que ¿quién me manda a mí, un tipo entrado en años y con el pelo ya tan blanco como la nieve, arriesgarme a cruzar un mar que puede destruirte, hacerte desaparecer en un instante?

Eso mismo pienso yo. Y eso mismo debe pensar mi mujer y mi hija… ¿Arriesgar tanto? ¿Para qué?
Quizás lo descubra en un barco…