6 de marzo de 2015

Los locos del mar. Cuarta y última crónica de la travesía del Atlántico.

Como todo, esta aventura tuvo su final y este es el último capítulo de la travesía del Atlántico. Fueron treinta y un días de mar más dos días amarrados en Marina Rubicón, Lanzarote y otros dos en el puerto de Mindelo, Cabo Verde. Un mes en el océano que ha sido una experiencia y una aventura inolvidable. Colores que se quedarán grabados en la retina para siempre y momentos anclados en mis neuronas que espero nunca lleguen a perderse en el olvido.

Os dejo sin más con esta crónica, pidiéndole disculpas a los más marineros porque en ellas no se reflejan apenas los aspectos técnicos o de navegación y porque el lenguaje es casi más mesetario que naval, pero quien me encargó estas crónicas fue un periódico de León (el Diario de León)y sus lectores no comprenderían los términos náuticos y probablemente se aburrirían si hubiese entrado en los detalles más propios de las gentes del mar. Por otra parte ese tipo de crónicas o de relatos técnicos son los que más abundan entre la literatura náutica y yo he preferido darle este otro enfoque, más cuidado, más personal y sentimental, buscando algunos aspectos que raramente se reflejan en las lecturas a las que los amantes de mar están acostumbrados.

Con mi perdón para esos lectores a los que la sal les corre por las venas...


Los locos del mar.

Entre los navegantes y los marinos siempre se dijo que en la mar, las calmas son tan malas como las tempestades, y el océano me tenía reservada personalmente una especie de venganza por atreverme a desafiarle. Tenía que demostrarme que es más fuerte, más grande, más poderoso de lo que pensaba y que sus recursos y su capacidad para intentar doblegar la voluntad del ser humano son muchos. Algunos temibles... El Atlántico es como una especie de ser vivo, una entidad con nombre y con voluntad propia que durante semanas había intentado vencernos con vientos y olas y ahora optaba por derrotarme usando una táctica nueva: la falta de viento y la desesperación que ello engendra en los navegantes a vela.

Contra la tempestad, el navegante dispone de su pericia y de su habilidad para dominarla, pero contra las calmas, el ser humano solo ha sido capaz de vencerlas inventando los motores. Aquí, las velas sirven de muy poco y uno siente que la angustia se apodera del espíritu y del alma del marino. El sol es ardiente, el calor se hace pesado, la mar se mueve lentamente y el barco apenas es capaz de arrastrarse a unos miserables dos nudos de velocidad, con suerte. Sólo la certeza o la esperanza de que después de las calmas llegaran, tarde o temprano, los vientos, debía hacer que los antiguos hombres de la mar no enloquecieran desesperados. Ellos han sido siempre para mí "Los Héroes del Atlántico", los que apenas sabiendo donde estaban, sintiéndose en ocasiones perdidos, con pocas provisiones o con poca agua dulce se atrevían a internarse en el mar.
A quinientas setenta y nueve millas de nuestro destino, adivino en mi impaciencia la desesperación que antaño debían suponer estas situaciones para esos pocos atrevidos que osaban cruzar este o cualquier otro océano. La paciencia no es precisamente una de mis virtudes y soy más partidario de la acción que de la sedación, así que para mí, esta es también una prueba de fuego. El último obstáculo antes de vencer al Atlántico.

Afortunadamente, nosotros, al contrario que los primeros navegantes transoceánicos, sabemos donde estamos, tenemos suficiente agua dulce, alimentos, música, lectura, compañía y hasta un teléfono vía satélite que nos permite enviar por SMS a nuestras familias un mensaje avisándoles de que nuestra llegada se irá retrasando. Aún así, la calma se hace espesa entorno al barco y el carácter, al menos el mío, cambia. Solo se puede hacer una cosa: esperar.

Pero las calmas tienen algunas ventajas que hay que saber aprovechar. Bañarse en cubierta, tiempo de sobras para leer, bromas con los compañeros de la tripulación, tomar el sol sin prisa y, de vez en cuando, alguna sorpresa espectacular que ayuda a pasar el día, como cuando la mañana del día 19 de enero nos visitó una ballena juguetona; un ballenato de rorcual que con sus 4 ó 5 metros de largo se empeñó en demostrarnos su agilidad y su curiosidad rondándonos durante más de cuatro horas. Hizo casi de todo para llamar nuestra atención; nos enseño el lomo, nos demostró la fantástica velocidad que es capaz de alcanzar a pesar se su tamaño, su habilidad para surfear las olas, su maestría haciendo piruetas submarinas, su valor al pasar rozando el casco, pero sobre todo su curiosidad por la música.

Primero intentábamos atraer su atención mediante golpeteos rítmicos en el casco del barco, gritos y silbidos. Y lo conseguíamos. No sabía si creerme o no que sus acercamientos, cuando se colocaba a nuestro lado, mirándonos con curiosidad y enseñándonos su blanca barriga, eran una respuesta a nuestros ritmos. Pensé que sería una ilusión mía, así que decidí cambiar de estrategia e inventarme otro medio de comunicación algo más… sofisticado. Se me ocurrió entonces usar el palo hueco y metálico de una fregona como si fuera una trompeta que metía por un extremo en el mar mientras por el otro procuraba hacer sonar algo parecido a una melodía suave y repetitiva. Me acordé de la película “Encuentros en la tercera fase” e improvisé un sonido similar y… aquel ser enorme se llegó a acercar tanto, que casi podía haberlo tocado con el extremo de mi improvisado instrumento.
Fue un momento mágico que me regaló el Atlántico. Un recuerdo imborrable que me hubiera gustado compartir, pero que tendré que conformarme con mostrarlo en el vídeo que mi compañero Vic logró grabar.

Al día siguiente de nuestro encuentro con la ballena, los alisios reaparecieron y con ellos, recuperé la esperanza de llegar, casi en las fechas previstas, a Saint Maarten. Pero solo fue una ilusión que duró el día y medio que conseguimos navegar a una buena velocidad, porque las calmas y las ventolinas regresaron de nuevo y durante varios días volvimos a ver en nuestra corredera velocidades que no llegaban a los dos nudos. En mi desesperación pensé que estábamos viajando con la velocidad a la que pasea una persona mayor y con ello, las millas que nuestro GPS indicaba que faltaban para llegar a nuestro destino, empezaban a hacerse eternas. Y como no iba a ser así, ¡recorrer mil kilómetros caminando a ritmo de paseo!
Las calmas, la soledad, el aislamiento, la monotonía del mar, la lejanía de los seres queridos imponían de nuevo su ley. Todo ello afecta mucho y quizás sea eso lo que sienten algunas personas a los que yo llamo “Los Locos del mar”. Navegando se les escucha a veces por el canal 16 de la radio. Unos hablan solos de forma cansina, sin esperar respuesta, carentes de acento, de vida, como recitando un largo poema sin tono, sin ningún énfasis. Otros silban de forma lastimera y repetitiva y otros solo emiten sonidos ininteligibles, que no son palabras sino lamentos guturales y cadenciosos. Todos; los que hablan, los que silban y los que murmuran tienen la misma característica común, sus letanías son tristes, quejumbrosas y resuenan aburridas, emitidas por las frecuencias de radio en las que los barcos tenemos de la obligación de ir conectados guardando silencio para atender solo las llamadas de emergencia que puedan surgir en la mar. A mí, “Los Locos del mar” siempre me dan mucha lástima, y esta vez no he podido dejar de pensar que las calmas y el tedio están detrás de esa clase de enajenación.
Aunque lentamente, las millas que nos faltan por recorrer van disminuyendo y los dígitos bajan cada vez más. Primero, te fijas en cómo cambian las centenas y con el paso del tiempo empiezas, sin darte cuenta, a prestar atención a las decenas que les siguen porque ya solo llevan por delante un “uno” anunciando que, aunque con casi ocho días de retraso, queda poco para llegar.

Los días de calma han sido días de sol, de tranquilidad, de mares sin oleaje, a veces con la superficie aceitosa, como un espejo. La navegación en estas condiciones no es complicada, sólo es aburridísima y cada uno “mata el tiempo” como puede. La lectura es mi gran aliada y los libros van cayendo en el zurrón de los terminados poco a poco. También solemos jugar una partida de cartas todas las tardes, aprovechando que el barco ha dejado de ser una coctelera y que el viento no le da la vuelta a los naipes. Tomar el sol y, en ocasiones, sentarse o tirarse en cubierta a la sombra de las velas cuando más calor hace, son otros de nuestros pasatiempos favoritos, así que la piel se nos ha puesto cobriza de tanto sol y de tanto aire.
Con el retraso acumulado, a todos nos empezó a preocupar el hecho de que con tantos días de más, las provisiones de agua disminuyeran más de lo calculado y, en prevención de una posible avería en la depuradora de agua, fue necesario restringir el consumo. Eso significa no ducharse con agua dulce y poner todo el cuidado en no desperdiciarla en cosas como lavar la ropa o fregar los cacharros de las comidas. Así que, además de morenos estamos un poco “estropajosos” por culpa de la sal que se acumula en la piel y en el pelo, pero ya estamos cerca del Caribe y todos soñamos con pisar tierra y pasar unos días en esas playas de aguas azules y verdes. Transparentes.

Esa cercanía se nota en que a veces vemos en la pantalla del AIS el eco de algún barco lejano. Solo dos o tres que, ya al final de la travesía, se han cruzado en nuestro camino aún muy lejos de nuestra derrota. Pero algo es algo, porque desde que salimos hasta ahora no habíamos visto ninguno. Por no ver, no hemos visto ni la estela que los aviones dejan en el cielo. Y es que, además de ir alejados de las rutas marítimas, también vamos muy lejos de las rutas aéreas.

Pero todo termina, y con nuestro viaje acaban también los atardeceres del océano, cuando el sol se pone tras una delgada capa de pequeñas nubes en el horizonte, que siempre están ahí, velando ese último momento en que el sol se oculta, tiñendo los pequeños cúmulos con unas tonalidades amarillentas y rojizas que solo en el océano se pueden ver. Estoy seguro de que, cuando vuelva a León, echaré de menos estas magníficas puestas de sol, la llanura del mar, encrespado o no, y los cielos nocturnos, dominados ahora por la Cruz del Sur acompañada por miles de estrellas que llenan la totalidad de la cúpula celeste en la oscuridad. La mar es posiblemente el único lugar de nuestro planeta desde el que se puede ver todo el cielo que es posible ver, cuando desde cenit hasta el horizonte se muestra el infinito que nos rodea, sin ninguna colina, ni montaña, ni árboles, ni ningún otro objeto que lo interrumpa. Sé que en mi casa, dentro de unos días, me acordaré de la soledad y me sobrará el bullicio de las calles, el barullo de las ciudades y la mayoría de los sonidos artificiales del ser humano.
Las señales de que la tierra está cerca fueron creciendo. Pájaros que no son los habituales del los mares abiertos, las señales de radio que se hacen cada vez más frecuentes o alguna botella de plástico que desgraciadamente no solo es signo de civilización, sino de todo lo que la raza humana está suponiendo a la hora de contaminar los mares... Pero todo llega, el océano nos había tratado muy bien, había sido amable con nosotros y había hecho de nuestra travesía algo inolvidable, pero que tenía que terminar y, finalmente, apareció la silueta de algo sólido en el horizonte.

Nos habíamos desafiado para ver quien era el primero en poder gritar el famoso “tierra a la vista”. Una especie de apuesta que ganó Piedi, cumpliendo con la tradición de emitir el emocionante grito la tarde del veinticuatro de enero. Lejos aún, a muchas millas, apareció la línea lisa, apenas sobresaliendo por encima del mar, de una isla recortada en el cielo. No es nuestro destino, sino la isla de Barbuda, que nos queda por el costado de babor. Aún tendremos que rebasar varias islas e islotes más antes de llegar a Saint Maarten, pero nuestro objetivo está cumplido y ya solo nos queda abrazarnos al pisar tierra firme y bebernos unas cervezas brindando por nuestro viaje, por lo vivido durante él.

En ese momento sé que pensaré en Marta, mi mujer, que estrá esperándome en Saint Maarten y en Emma, mi hija con la que por fin podré hablar por teléfono, y pensaré en el mar, o en la mar, en el color del océano, un color azul mucho más intenso y más vivo que el azul marino habitual, y sé que se me saltarán las lágrimas y que me gustará gritar muy alto, para que todo los niños del mundo oigan mi grito: ¡Cuidad el mar! Cuidadlo para que nuestros hijos y los vuestros puedan verlo como yo lo he visto, aún limpio.

2 de marzo de 2015

Tercera crónica del cruce del Atlántico: A mil cien millas de ninguna parte.


Esta es la tercera crónica de la travesía del Atlántico, en ella se refleja la navegación entre Mindelo, en Cabo Verde, y más o menos la mitad del atlántico, con un recorrido de unas mil doscientas millas. La titulé "A mil cien millas de ninguna parte" porque no solo estábamos lejísimos de cualquier otro ser humano, también estábamos entre dos continentes, muy lejos de tierra.

Estamos, más o menos, en la mitad de nuestro último trayecto, el que nos lleva desde las islas de Cabo Verde al Caribe, muy lejos de cualquier tierra, habitada o no, y lejos también de cualquier otro ser humano que no seamos los tripulantes de El Temido. Las condiciones del mar y el fuerte viento nos han hecho bajar hacia el sur más de lo necesario y eso ha alargado la distancia que debemos recorrer para llegar a nuestro destino, porque cuanto más cerca del ecuador viajemos, más largo será el camino a recorrer, así que hoy, cuando llevamos cumplida más o menos la mitad de la distancia total de esta etapa, estamos a unas mil ciento cincuenta millas del Mindelo y a otras tantas de la Isla de Saint Marteen, en las Antillas Menores.

Mindelo, la capital de la isla de Sao Vicente, en Cabo Verde, nos recibió exhibiendo su curiosa mezcla de rasgos africanos y europeos. Es una ciudad alegre que expresa ese carácter con el colorido chillón y variado de las fachadas de sus casas o con la sonrisa y la picardía que asoma en el brillo de los ojos de un chiquillo cuando me explica, con la esponja en la mano, que gana un euro y medio por cada coche que lava en la calle.







La languidez del sur se hace patente en este archipiélago con el contoneo, lento, armonioso y respingón, de las caderas de sus mujeres o con el paso orgulloso, pausado, casi presuntuoso de sus hombres, generalmente fuerte y esbeltos. Cuerpos del sur. Costumbres europeas.

Aquí hemos recogido a Vic, nuestro nuevo tripulante que ha viajado desde Valencia para alcanzar también el sueño de cruzar el Atlántico. Él, al igual que el resto, ha dejado sola a su familia para cumplir una ilusión. Algo más joven que nosotros su fortaleza física nos vendrá muy bien. Además creo que resultará una aportación muy válida para el proyecto por sus conocimientos y su experiencia en navegación y porque ha encajado perfectamente en el grupo.

Y es que, en un barco de vela la convivencia no es fácil. El que no lo haya experimentado puede hacerse una idea imaginándose que, en nuestro caso, cinco personas deben compartir un espacio muy reducido durante, al menos, quince días seguidos, y que Piedi, Urtzi, César y yo, llevamos ya más de un mes en las mismas condiciones. Esto es una especie de “Gran Hermano” sin posibilidad de abandono. Son veinticuatro horas, seguidas de otras tantas y a las que le seguirán muchas más, compartiéndolo todo en unos pocos metros cuadrados. Apenas hay intimidad, son pocas las posibilidades de aislarte y siempre estás con alguien, pero sintiendo el desamparo de la soledad más extrema, de la nada, que supone el enorme desierto que es la superficie del océano.

Al que no le guste estar solo, al que no le agrade la falta de intimidad, el que no sea capaz de tolerar las manías de los demás con humor y controlar las propias con armonía y, especialmente, el que no disfrute con la soledad aún más absoluta de las guardias, nunca debe meterse en una aventura como esta.
Si por el contrario sabes estar solo, y acompañado, tienes imaginación para solventar mil y un problemas con pocos medios, amas la libertad compartida con unos pocos locos que tienen tu mismo sueño y te gusta sentir el viento en la cara y descubrir tantas estrellas como jamás has pensado que podrían existir, entonces la navegación es lo tuyo y la mar se colará en tu corazón para no abandonarte nunca.


Vic, es de esos, tiene también sal en las venas, es otro enamorado más del mar y seguro que sabe perfectamente que aquí, todos somos uno, que todos pueden depender de ti, de tu habilidad, de tu serenidad, de tus decisiones y de tu ayuda. Algo que para Urtzi se traduce en una frase muy simple; “tenemos que cuidarnos los unos a los otros. ¿Quién iba a hacerlo sino?”

La salida de Mindelo fue muy complicada, de hecho fuimos el único barco salió del puerto ese día. Las previsiones meteorológicas eran que el viento iba a soplar con más de treinta nudos de velocidad (unos sesenta kilómetros por hora) y que las olas pasarían de los cuatro metros de altura, pero sabíamos que en el canal entre las islas de Sao Vicente y Sao Antonio el viento suele acelerarse y su intensidad sería algo superior empeorando también el estado de la mar. Nos equivocamos. Las rachas de viento real no solo se aceleraron, sino que se dispararon llegando casi a la categoría de huracán con velocidades de hasta cincuenta y cinco nudos, más de cien kilómetros por hora, que empujaron al catamarán hasta alcanzar una velocidad de doce nudos con la vela reducida a un pañuelo en la proa. Por algo dicen los navegantes que Cabo Verde es “la fábrica del viento”

El peligro no solo estaba en el canal entre las islas. Estaba también en la maniobra de salida del pantalán, que con el fortísimo viento se hacía muy complicada, tanto es así, que el único barco que pretendía cruzar el Atlántico desde Mindelo al tiempo que nosotros, un catamarán francés del casi veinte metros de eslora, decidió suspender su partida. Afortunadamente la salida del puerto que hizo César fue perfecta y en ningún momento tuvimos apuro alguno.

Otra cosa fue después el recorrido entre las dos islas. Yo nunca había sentido la fuerza de un viento así. Las rachas eran tan potentes que aunque no hubiéramos llevado vela alguna el barco habría conseguido navegar a más velocidad de la que la mayoría de los monocascos pueden alcanzar. La superficie del mar era pura espuma y las olas se colaban entre los patines del catamarán golpeando con una fuerza inusitada la panza del barco. Y no eran unas olas cualquiera. Eran montañas de agua las que se abalanzaban sobre nosotros elevándonos sobre sus crestas y haciéndonos descender “surfeando” sus lomos aumentando la impresión de velocidad.

A nuestro favor, teníamos varias cosas. Por un lado, que el viento y la mar llevaban nuestra misma dirección. Por otro, que el barco es muy estable y aguanta perfectamente esas condiciones, aunque fuera preciso timonearlo a mano porque el piloto automático no tenía fuerza suficiente para gobernarlo solo, así que la experiencia me pareció soberbia. Adrenalina pura.

En cuanto se pudo nos resguardamos del temporal colocándonos al socaire de la isla de Sao Antonio y a partir de ese momento el resto del día transcurrió de forma algo más relajada y los vientos fueron amainando, pese a que las rachas seguían siendo “atemporaladas”.

Desde entonces y durante la semana que hemos tardado en recorrer la mitad del camino entre Cabo Verde y la isla de Saint Marteen, la tónica de navegación ha sido constante y monótona. Los vientos alisios nos han empujado con firmeza, soplando casi siempre entre los veinte y los veinticinco nudos en nuestra misma dirección de forma muy estable, de manera que aunque al principio tuvimos que desviarnos más de la cuenta hacia el sur por la intensidad del temporal, después, en cuanto la fuerza del viento y las direcciones de las olas nos lo ha ido permitiendo, hemos podido retomar el rumbo más adecuado. Solo el primer día y ocasionalmente alguna noche la intensidad aumentó sobrepasando puntualmente los cuarenta nudos que marcan la categoría de temporal. Pero aunque parezca mentira, uno termina por amoldarse a casi todo y lo que antes era temor a vientos con esa fuerza, ahora, no es que sea costumbre, pero uno va adaptándose y no lo siente como un peligro, sino como una circunstancia más de la navegación atlántica.

La constancia en la intensidad y en la dirección de los alisios consiguieron que entre los tripulantes de El Temido, poco a poco, se fuese instalando la rutina de la navegación oceánica que ya habíamos ido adquiriendo en los trayectos previos de Cádiz a Canarias y de Lanzarote a Mindelo. Es una cierta repetición de conductas y hábitos que llegan a hacerse aburridas y que menciono para que los lectores puedan tener con ello una idea de lo que es el día a día de una travesía atlántica.

Solemos levantarnos sobre las ocho y media de la mañana para desayunar todos juntos. Normalmente, el que termina la última guardia de la noche prepara el desayuno y misteriosamente vamos apareciendo todos en cuanto el aroma del café recién hecho inunda nuestro reducido espacio. En tormo a la mesa aprovechamos para comentar las noticias que nos han llegado por el teléfono satelital, especialmente los mensajes de nuestros familiares y los de nuestros “routiers”, Germán A. Hevia y Ángel (Kaia), que nos informan de las condiciones meteorológicas que encontraremos durante las próximas veinticuatro horas. Es el momento para reseñar también las incidencias de la guardia de cada uno, que normalmente son pocas.

El desayuno suele ser fuerte y al terminar se suele aprovechar para mejorar la orientación y la superficie de las velas con respecto al viento, aunque la mayoría de los días los cambios son mínimos. Después se calcula la distancia que hemos recorrido durante el último día que suele ser de entre 150 y 160 millas y a alguno de nosotros le toca recoger la cosecha de peces voladores que caído durante la noche en la cubierta, porque, para los que no lo sepan, estos peces pueden planear más de doscientos metros volando en ocasiones a 4 ó 5 metros de altura, con lo que es habitual que se equivoquen y acaben estrellándose sobre los barcos. Normalmente, cada mañana, recogemos una media docena, que en caso de emergencia bastarían para alimentarnos, de no ser porque tienen un olor tan fuerte que no me los comería ni estando muerto de hambre.

En cuanto todo esta limpio y recogido y el barco en condiciones de navegar de acuerdo con la meteorología reinante, todos tenemos tiempo libre que cada uno reorganiza a su manera. Los más dormilones suelen echarse “la siesta del borrego”, otros, ahora que durante el día la temperatura ha mejorado, aprovechan para tomar el aire y el sol si lo hay o simplemente consumir las horas mirando al mar, algo que nuca cansa. Yo, suelo dedicar la mañana para determinar la posición del barco con el sextante y los pertinentes cálculos astronómicos, que claro, ahora se hacen con un ordenador y no como se hacían antiguamente, con complicados cálculos matemáticos de trigonometría esférica.

El resto de la mañana, la mayor parte de la tripulación, aprovechamos el tiempo para dedicarnos a la lectura, de forma que a veces, el silencio se impone sobre el rugido de las olas y el barco parece una biblioteca flotante.

Así, casi sin darnos cuenta, estamos pensando en la comida, antes de que los fogones, sabiamente manejados por Urtzi, empiecen a desprender su aroma. Él es un maestro capaz de preparar una buena comida con un poco de esto que sobró ayer y un poco de lo otro que encuentra por la nevera. Hoy toca dorado al horno. Ayer hubo suerte y pescamos dos precisos ejemplares que nos han proporcionado varios kilogramos de pescado fresco y no necesitaremos volver a intentar pescar otra vez hasta dentro de tres ó cuatro días.

Tras la comida se impone una siesta para la mayoría, si las condiciones del mar lo permiten, aunque siempre quedamos uno o dos para vigilar el barco. Es el momento que yo utilizo para hacer una segunda determinación de la posición del barco en la carta náutica midiendo la altura del sol sobre el horizonte con el sextante.

Las tardes son cortas y la noche llega enseguida, a veces tras una partida de cartas o una nueva sesión de lectura. Cuando oscurece, esas primeras horas sin luz son las peores del día porque de repente pierdes la referencias del horizonte y el barco continúa moviéndose como un corcho en un torbellino, así que hay que tener cuidado con lo que haces hasta el momento de cenar para no marearte.

Durante la cena, que suele ser ligera, nueva charla y después solemos pasar unos minutos en la popa viendo el cielo y las estrellas, escuchando el estruendo de las olas, que no han bajado de los dos metros en toda la travesía y refrescándonos un poco al aire libre antes de dormir. A la cama nos vamos pronto porque la primera guardia empieza a las diez de la noche.

Esta es nuestra rutina durante días y días, algo que pudiera parecer aburrido, pero que sin embargo no lo es porque cada día hay novedades que evitan la monotonía. Hoy, por ejemplo, nos ha empezado a fallar el piloto automático y hemos estado toda la tarde pendientes de buscar una solución para poder llagar a nuestro destino sin la necesidad de timonear a mano durante el tiempo de navegación que nos queda. Afortunadamente hemos podido cambiar la configuración electrónica del aparato y de momento sigue adelante evitándonos lo que sería un pesado trabajo. A partir de ahora tendremos que estar muy pendiente de su funcionamiento y las guardias serán algo más tensas.

Sin darnos mucha cuenta, aunque el barco sigue moviéndose como una coctelera en manos de un buen “barman”, los días van pasando y ya hemos empezado a descontar millas para llegar al Caribe y poder volver a casa, algo que ya todos deseamos porque el espíritu de aventura ha ido viéndose reemplazado por el recuerdo y la añoranza y es que llevamos ya más un mes en la mar y esto empieza a pesarnos, al menos a mí.

Nos queda menos.

20 de febrero de 2015

La balada de los obenques.

A continuación os transcribo la segunda crónica de la travesía del Atlántico. En este caso se trata de la etapa que realizamos entre Lanzarote y Mindelo en la isla de Sao Vicente del archipiélago de Cabo Verde.

La balada de los obenques.

La segunda etapa de nuestro viaje la hemos empezado en Lanzarote y en ella recorremos las mil millas que separan esta isla canaria del puerto de Mindelo, en el archipiélago de Cabo Verde.

Alex Pasquín, un catalán afincado en Lanzarote, esperaba nuestra llegada en Playa Blanca para ayudarnos a reabastecer el barco y hoy, día de nuestra partida, ha hecho sonar la sirena de su velero para despedirnos mientras nos acompañaba en nuestras primeras millas.

Alex es un tipo especial, uno esos personajes de pantalán que no pasan desapercibidos. Largo, muy largo, delgado, pero fuerte, se mueve con esa languidez de los larguiruchos que raya con la descoordinación. Calvo ya, de piel curtida por el sol y por la mar, aparenta algún año más de los cincuenta y tres que ha cumplido. La mirada limpia, serena, sosegada y azul transmite calma a los que le acompañan y demuestra que no se equivocó hace veintidós años, cuando, como él cuenta, escogió vivir con calidad antes que con dinero o estabilidad laboral. Desde entonces se dedica pasear turistas en su velero y a enseñarles a navegar en las aguas azules del sur de Lanzarote.

Amigo de Urtzi desde hace años, puso a nuestra disposición tanto su tiempo, como su coloreada furgoneta que nos ha servido para reabastecer el barco en estos tres días que hemos estado en Marina Rubicón.

Tras dejar atrás a Alex bordeamos la costa de Fuerteventura y cuando las luces del faro de la península de Jandía nos quedaban por el través he hecho una última llamada a mi familia para despedirme, porque durante los siete días que tardaremos en llegar a Cabo Verde no tendré cobertura para hablar con Marta y con Emma. Las echaré de menos.

Veinticuatro horas después de nuestra partida, al sur de las Canarias, despedíamos el 2014 con una mala noticia. La Estación Radio de Las Palmas emitió un “MAYDAY” por el canal de emergencia informando del hundimiento, en paradero desconocido, de una embarcación. El aviso nos pedía mantener la alerta pues no se sabía el punto exacto del siniestro, pero bien podía coincidir con nuestra ruta.
Con esa perspectiva, y preocupados por la suerte que hubieran podido correr los náufragos, estuvimos toda la mañana en el exterior del catamarán buscando algún signo que pudiera indicarnos el lugar del accidente.

He oído y leído relatos sobre náufragos, incluso tengo un conocido que ha estado en esa situación y todos coinciden en que no hay nada más emocionante que ver la silueta de un barco que se acerca cuando ya te sientes perdido. Pero si eso es alentador, no hay nada tan descorazonador como verlo pasar de largo porque no hay nadie vigilando en el puente para poder verte.

Nosotros nada vimos, pero con la mar tan agitada por el viento y las olas rompientes que en ese momento afectaban a la zona, bien pudimos pasar a menos de cien metros de una persona sin advertir su presencia. Pensar que alguien podía estar en el agua, gritándonos sin que nos diéramos cuenta, me producía una tremenda angustia. Me imaginaba su situación, tan cerca que podría escuchar el viento silbando en nuestra jarcia y nosotros pasando de largo sin verle. Me imaginaba su indignación, su furor, su desesperación y sin embargo no podía dejar de intentar entresacar las notas del estribillo que el viento tocaba para mí silbando entre los cabos. Unos sonidos que me hicieron distraerme con el paso de las horas y pensar, que al no haber más llamadas, los supervivientes ya habrían sido localizados. No volvimos a tener ninguna noticia más.

Es curioso pero cuando el viento sopla entre los quince y los veinte nudos sobre los obenques y la jarcia en tensión, este barco emite un sonido triste, de baja intensidad. Una música de tono ululante y variados matices que parce repetirse con una cadencia determinada. Si supiese tocar algún instrumento me hubiera gustado componer una tonada con sus lamentos, con sus silbidos graves alternados con otros de tono algo más agudo, casi siempre repetidos, relajantes. Para mí, esta canción, que he bautizado como “la balada de los obenques”, es la que anuncia la mano amiga del viento que te empuja y la que te advierte, cuando sus lamentos lúgubres se tornan en aullidos alarmantes y agudos, que el viento está aumentando peligrosamente, que el barco va a empezar a crujir y que la mar se volverá estruendosa anunciando tormenta.

Y justamente eso fue lo que pasó durante la tarde del último día del año. La dirección del viento cambió y su intensidad subió. Un viento caliente procedente del desierto del Sahara y cargado de arena empezó a azotarnos al caer la noche. La altura de las olas fue subiendo y la superficie ya agitada, pero todavía ondulada del mar, perdió su relativa mansedumbre y fue transformándose en una línea quebrada de crestas rompientes y gran envergadura que nos quitó a todos las ganas de celebrar la Nochevieja y el Año Nuevo entrante.

Los movimientos del nuestro catamarán eran tan frenéticos, que Urtzi, a pesar de su maestría con los fogones, de su experiencia marinera y de la fortaleza física que le dan sus casi cien kilos de músculo, solo tuvo ganas de prepararnos una cena a base de tostadas de pan con aceite de oliva y jamón, unos embutidos y una tortilla de patata recalentada. También fue él el encargado de dar las doce campanadas con una cucharilla sobre la botella de cava medio vacía para que tomáramos las doce uvas, marcando así el fin del 2.014 y el principio de un 2.015 muy singular tanto por la cena, como por la compañía, como por el hecho de que serían las 9:30 cuando decidimos festejarlo, previendo que las condiciones meteorológicas empeorarían aún más y no merecía la pena esperar a las doce de la noche.

A las diez ya habíamos terminado con la cena y con los brindis, así que nos fuimos a la cama dejando a Piedad hacer la primera guardia. Todos menos ella empezamos el año durmiendo incómodamente en nuestros camarotes y dando saltos en la cama con cada una de las olas que golpeaban los costados del catamarán. Un principio de año en el que eché de menos a mi familia, a mi costumbre de recibirlo bien arreglado y aseado, con traje, camisa blanca, corbata, serpentinas y cotillón. Un año que empezaba con nostalgia pero con la satisfacción de poder estar haciendo una de las cosas que más me gusta; navegar.

A las doce y media, Piedad me despertó para relevarla. La vi bastante intranquila. El viento y la mar habían empeorado mucho y la silueta negra, enorme y amenazante de las olas dejaban al Temido bamboleándose entre paredes de agua de más de cinco metros. El barco aparecía sobre las crestas y se hundía bajo ellas moviéndose como un corcho arrastrado por un torrente de montaña mientras el viento lo empujaba con furia hacia adelante.

El fuerte vendaval y la mar empeoraron aún más durante mi guardia hasta alcanzar en ocasiones las proporciones de un verdadero temporal. La espuma nos asaltaba por el costado de babor y en la oscuridad de la noche, cegado por lo que yo creí que era niebla, la reducida visión solo me permitía adivinar una superficie blanca y quebrada, con enormes olas negras que nos adelantaban coronadas de espuma.

Así siguió toda la noche. A la mañana siguiente, el uno de enero de dos mil quince, pareció algo más calmado y seguíamos avanzando a buena velocidad hacia nuestro destino. A media mañana nos quedaban unas seiscientas cincuenta millas para llegar a Mindelo y las previsiones nos indicaban que la mejoría sería pasajera, pronosticando mar gruesa durante varios días. César, nuestro capitán, optó muy juiciosamente por variar el rumbo para disminuir así la fuerza de la embestida de las montañas de agua que nos caían encima. Con ello ganaríamos en seguridad y en tranquilidad. Entretanto yo no podía dejar de pensar en que si no habían rescatado a los náufragos del barco siniestrado ya debían haber muerto o estaría en una situación muy grave. Mal empezaba el año 2.015 para algunos.

Esa mañana descubrimos también que la niebla de la noche anterior era en realidad una espesa calima traída por un viento caliente, racheado y traicionero procedente del Sahara. La razón de esta especie de bruma que lo rodeaba todo, no era otra que la enorme cantidad de polvo del desierto que el viento traía consigo, envolviéndonos en una atmósfera pesada, seca y polvorienta y que acabó inundando al catamarán, tiñéndolo con regueros amarillos de arena mezclados con los cristales de sal que la espuma de las olas dejaban al correr sobre la cubierta.

Día tras día la travesía siguió esa misma e invariable tónica, con nuestro barco zarandeado constantemente por la mar y envuelto en una calima que apenas permitía ver el sol y convertía las noches claras de cuarto creciente en horas oscuras y sin estrellas. Alternábamos períodos cortos más o menos tranquilos, por decir algo (las olas nunca eran menores de tres metros y el viento raramente bajaba de los veinticinco nudos), con otros, más largos y casi siempre nocturnos, en los que el viento cargaba con fuerza hasta llegar a los cuarenta nudos y asociados con olas de hasta seis metros de altura y que casi nunca bajaban de los cuatro. Un verdadero temporal que chocaba contra nosotros mezclando el estampido de las rompientes, que se desplomaban sobre la popa del barco, con el impacto directo sobre el costado de babor de las olas que nos embestían transversalmente.

Por la noche los golpes de mar impresionan y el barco sufre y se queja con innumerables y profundos crujidos y ruidos que parecen hacerlo más frágil. De día, todo se hace más llevadero, pero las horas y el esfuerzo acabaron pasando factura a la tripulación. Unos lo manifestaron en forma lumbalgias y dolores musculares por estar constantemente corrigiendo con la musculatura el movimiento del barco, y otros con un mareo permanente, lo suficiente como para que apenas pudieran cumplir con sus guardias completas, eso sí, siempre con ánimo y con buena disposición.

Desde que salimos de Lanzarote no he podido tomar ni una sola posición correcta con el sextante. La calima borra el horizonte verdadero y la visibilidad apenas permite ver la silueta del sol en la parte mas clara del día, así que lo he intentado, pero en estas circunstancias el error en el cálculo de la situación del barco es enorme. Actualmente, gracias a los modernos métodos electrónicos de posicionamiento, podemos seguir la ruta adecuada para llegar a Cabo Verde, pero pienso las dificultades que tenían los antiguos marinos, cuando las tormentas o la niebla les impedían ver los astros necesarios para calcular su situación.

Cuanto miedo, cuanta valentía derrocharon y cuantas vidas y cuantos barcos se perdieron por culpa de la naturaleza agresiva del mar.

Noche tras noche y día tras día el viento y la mar nos han vapuleado seriamente durante esta travesía, pero al final uno se acostumbra a todo y nunca hemos perdido el sentido del humor. Personalmente me encuentro bien y solo hecho de menos no haber pescado nada desde el día de Nochebuena. Desde entonces arrastramos las líneas de pesca sin resultado. Pensé que habría que esperar a que la suerte nos sonriera para volver a comer pescado fresco.

Y así fue. El día cuatro de enero, a media tarde logré pescar un atún listado de unos diez Kg. de peso. Un precioso ejemplar gordo y de lomos muy rojos, aunque un poco insípido comparado con el bonito del norte o el atún rojo.

Recién pescado me puse a desollarlo para intentar ensuciar el barco lo menos posible y me sorprendió lo caliente que estaba su carne (los túnicos son los únicos peces de sangre caliente). Fue una sensación que no me disgustó, quizás no fue agradable en el sentido más propio de la palabra, pero si natural, primitiva diría yo. Fue como recordarme o reencontrarme con un acto atávico que nunca había experimentado, pero que debe de pertenecer al pasado cazador de mi especie. Creo que sentí esa relación de respeto y de admiración íntima entre el cazador y su presa muerta aún caliente. No me sentí ni cruel, ni culpable por estar troceando un ser vivo que aún palpitaba, fue simplemente como recordar algo olvidado.

Lo único a lamentar de este día de pesca es que Urtzi ha acabado también tocado físicamente y tiene una rotura de fibras en el hombro. Menos mal que hoy, cinco de enero, dentro de un par de horas llegaremos ya a Mindelo y allí embarcará otro tripulante con las fuerzas íntegras.

Desde Cabo Verde, tras dos o tres días de descanso para recuperar las fuerzas de los tripulantes, emprenderemos la última y más larga de las etapas de este viaje; 2.150 millas náuticas hasta la isla de Saint Marteen en la Antillas Menores. Queda lo más duro de nuestra aventura.

16 de febrero de 2015

Nochebuena en alta mar


Quiero pedir disculpas a los lectores de este blog por mi retraso, que no abandono, en la publicación de nuevos eventos. Este retraso ha estado causado por la preparación y realización de un viaje-aventura que me ha llevado a cruzar el Océano Atlántico a vela y ello ha supuesto varios meses, que entre la organización de la aventura y el viaje en sí mismo, me han impedido escribir.

No obstante, y para compensar dicho retraso, comienzo hoy a publicar una serie de cuatro crónicas en las que procuro relatar esta aventura esperando que sea del agrado de los lectores.

Comentar también, que estas crónicas, con algunas modificaciones, han salido publicadas en el diarío de León, aunque eso sí aquí las he procurado acompañar de algunas fotos más para que así los lectores puedan entender mejor lo que esta aventura ha supuesto.

Esta primera crónica se titula: Nochebuena en alta mar y dice así:

En la distancia se aprecian ya los farallones oscuros de la isla de Lanzarote que es el primer puerto que tocaremos desde que salimos de Cádiz. Solo nos faltan unas quince millas para terminar esta primera parte del cruce del Océano Atlántico a vela, y atrás quedan ya las aproximadamente seiscientas (unos mil ciento cuarenta kilómetros), entre Cádiz y las Islas Canarias, que hemos cubierto en estos últimos cuatro días y medio.




Durante este primer trayecto, tanto mis tres compañeros de travesía como yo, hemos estado lo bastante ocupados en mantener al barco con una buena velocidad, que el poco tiempo libre que nos quedaba hemos procurado simplemente descansar.



Aún así, cada día he conseguido robarle al sueño unos momentos para ir tomando algunas notas que ahora, antes de llegar a Marina Rubicón, en Lanzarote, tengo que apresurarme en redactar, para enviarlas al Diario de León vía satélite convertidas en una crónica que refleje los hechos más representativos del inicio de nuestro periplo.



La aventura comenzó el 21 de diciembre en El Rompido, provincia de Huelva, cuando el día veinte de diciembre nos reunimos César, el dueño y capitán del catamarán en el que viajamos, Carlos otro capitán que cuenta con la experiencia de haber realizado varios cruces del Atlántico, Piedad, su mujer y yo, para embarcarnos con destino a Cádiz. En el puerto de esta capital andaluza debíamos recalar para instalar un avanzado sistema de localización y seguimiento por satélite antes de salir con dirección a las Islas Canarias. Este sistema permitirá a un grupo de personas de apoyo rastrear nuestro barco durante todo el trayecto e incluso lanzar una señal de socorro en caso de accidente o naufragio. Y es que, a pesar de que nuestro barco es un catamarán a vela de casi quince metros de eslora y ocho metros de manga, ninguna embarcación de estas características puede considerarse completamente segura en un mar tan duro y peligroso como es el Atlántico Norte.



La casualidad y la ausencia de viento nos hizo detenernos, apenas unas horas después de nuestra partida, en Mazagón, en la desembocadura del Odiel, a solo unas millas de Palos de la Frontera, el punto desde el que un mes de agosto de 1492, hace quinientos veintidós años salió Cristobal Colón para descubrir América. Así pues el inicio de este viaje se puede decir que coincide con el del Colón, pero para mí comenzó mucho antes, quizás cuando era un chiquillo leyendo a Julio Verne y a Jack London o quizás más adelante enfrascado en las aventuras que Joseph Conrad narraba en sus novelas. Historias y relatos sobre el mar y los hombres que lo navegan que mi padre, un enamorado de los barcos, se encargó de consolidar transmitiéndome en cada puerto, en cada playa, mostrándome su atracción por la mar.



Hoy, después de cuatro días solos en medio de océano y con la costa ya a la vista, tengo que dominar la querencia “sensiblera” de volver a aquellos años de mi niñez, para enfrentarme al folio en blanco y obligarme a recordar lo acontecido desde nuestra salida, con un objetivo; contarles a ustedes puede todo aquello que pueda parecerles interesante y procurar entretenerles con esta crónica.



No ha sido una travesía fácil, y ya en el trayecto desde Mazagón hasta Cádiz el mar nos dio una muestra de lo que nos aguardaba más adelante, cuando navegando a una velocidad de ocho nudos y medio la niebla se cerró de repente dejándonos con un círculo de visión de escasos cincuenta metros alrededor del catamarán. Afortunadamente no nos cruzamos con ningún otro barco porque en esas circunstancias solo hubiéramos dispuesto de doce segundos para cambiar el rumbo y evitar una colisión.



Cambiar de dirección cuando se navega a vela a esa velocidad no se parece en nada a dar un volantazo en un coche para esquivar un obstáculo. Para hacer una trasluchada (virar) de manera controlada, hay que manejar al menos dos cabos y al mismo tiempo hacer girar al barco moviendo en timón en la dirección oportuna, que no siempre es la más obvia. Completar esa maniobra de manera coordinada precisa la colaboración y sincronización de al menos dos personas y si son tres mejor, con lo que es difícil realizarla en menos de un minuto. Hacerla sin control hubiera supuesto elevar exponencialmente la probabilidad de un abordaje o de graves averías.



Pero no todo es dureza y dificultades en la mar porque tras la niebla un sol resplandeciente nos acompañó hasta el puerto de Cádiz contribuyendo a mitigar el frío que la niebla y las bajas temperaturas (siete grados centígrados y 90% de humedad) nos habían metido en el cuerpo desde nuestra salida en El Rompido.



Durante toda la mañana del lunes, día 22 de diciembre, estuvimos colaborando con los técnicos en la instalación del AIS) y solo a la hora de comer nos enteramos de que, como todos los años, no habíamos tenido suerte con la Lotería de Navidad. Creo que a ninguno nos preocupó porque para nosotros la verdadera lotería ya nos había tocado al hacerse realidad el sueño de realizar esta travesía del océano Atlántico, que comenzaríamos a la mañana siguiente para adentrarnos en la mar durante casi cinco días en solitario hasta Canarias



En un barco de vela durante el día los tripulantes están organizados para llevar a cabo una labor específica, pero durante la noche se establecen turnos de guardia y solo queda despierta una persona que debe encargarse de controlar todo el barco y, en caso de necesidad, despertar al resto de la tripulación para realizarlas maniobras complicadas. A mí me tocó el primer turno de guardia de ese primer día de travesía entre Cádiz y Lanzarote. La noche resultó ser una noche sin luna que rodeó al catamarán sin remedio, de forma casi opresiva.



En una noche así cualquiera tendría la tendencia de encender una linterna para ver mejor y sin embargo, una de las cosas que todo navegante sabe, es que de noche, es mejor no llevar encendidas más que las luces obligatorias de navegación para acostumbrar la vista a la oscuridad. Una vez pasados quince minutos a oscuras la visión se adapta a la escasez de luz y aunque parezca extraño logra verse lo suficiente como para no necesitar ninguna iluminación.



Hacía tiempo que no navegaba de noche y esa primera guardia supuso volver a disfrutar de la impresionante visión del cielo nocturno de alta mar, un mundo de pequeños, pero brillantes puntos de luz. Siempre me ha gustado entretenerme en localizar la Estrella Polar y el resto de cuerpos celestes que los antiguos navegantes conocían para orientarse, y ahora estaba de nuevo observando estrellas de nombres míticos como Rigel, Aldebarán, Capela, Polux… Me sentí tranquilo, relajado y feliz rodeado de la soledad más absoluta, a más de cien kilómetros de cualquier otro ser humano, si exceptuamos a mis compañeros que dormían plácidamente en sus literas.



Una guardia no es nada especial. En nuestro caso son dos horas y media solos, vigilando no perder el rumbo, que el viento no arrecie, que no cambie de dirección, que el estado de la mar no empeore y sobre todo controlar que ningún otro barco se cruce en nuestro camino. Poco más se puede hacer. Si en nuestro rumbo apareciera un tronco, una red de pesca a la deriva o un enorme contenedor perdido, no podríamos verlo en la oscuridad y chocaríamos sin remedio. Así que es mejor no pensar en ello y confiar en que el mar es muy grande y en que la probabilidad de un choque con cualquier obstáculo es pequeña para poder así disfrutar de la soledad, de ese espacio inmenso, oscuro, bañado por las estrellas. Para poder sentir las ausencias.



Esa noche, después de mi guardia y cuando estaba profundamente dormido, me despertó el ruido de los cabrestantes trabajando y las voces del capitán. El viento había refrescado y soplaba el levante con fuerza. Las olas se encrespaban y la espuma nos rodeaba. Sin darme cuenta me vi trabajando a brazo partido y codo con codo con mis compañeros para conseguir dominar una vela tozuda que no quería dejarse gobernar. Nos costó trabajo vencerla, pero finalmente pudimos arriar la cantidad de trapo necesaria y el barco volvió avanzar equilibrado, rápido y seguro sobre unas olas de casi tres metros de altura.



Más relajado me fui de nuevo a dormir pensando que al día siguiente era Nochebuena. Me acordé de mi mujer y de mi hija. Lo hago constantemente. Pienso en ellas y me gustaría que hubieran estado aquí, conmigo, solos los tres y rodeados de belleza, de la seguridad que te dan las estrellas.



El día de Nochebuena discurrió de forma pausada. El catamarán devoraba millas y las olas atlánticas, redondas altas y alargadas nos alcanzaban por la popa elevando al barco primero, para dejarlo resbalar después por una pendiente de cuatro metros de altura en lo que es una especie de tobogán continuo. No dejo de pensar en mi familia.



Al oscurecer Urtzi, un gran cocinero, nos prepara la cena de Nochebuena a base de pan tostado con tomate, aceite y jamón, acompañado de un bonito que acabábamos de pescar y que sustituyó al tradicional besugo. Una botellita de vino y otra de cava alegraron el ánimo y la conversación evitó la morriña.



Esa noche, durante mi guardia, a pesar de estar muy lejos de tierra, en medio del Atlántico, hemos pasado muy cerca de lo que debía de ser un pesquero marroquí y hubo que permanecer alerta, porque alguno de estos pesqueros tiende redes viejas, no para pescar peces, sino para atrapar los veleros que como nosotros bajan hacia el sur para cruzar hasta el Caribe. Afortunadamente no nos ha pasado como a un capitán conocido por nosotros, que tras quedar enganchado con este método en las redes de un pesquero, fue abordado en lo que podría llamarse un acto de piratería encubierta.



El día de Navidad por fin el alisio se levanto fuerte y constante empujándonos rápidamente hacia el sur oeste. Con olas de tres metros y viento de veinte nudos ya estábamos acostumbrados a que el barco empezara a crujir, pero con treinta y treinta y cinco nudos de viento y olas de más de cuatro metros todo parece querer desencajarse. Las cuadernas rugen, las puertas parecen intentar desportillarse y el suelo y todo el barco tiembla bajo los pies con cada envite del mar. Al principio, la inquietud se apodera de uno, aunque poco a poco te vas acostumbrando al nuevo ritmo de vida, a caminar dando tras pies con las piernas abiertas como un compás y a agarrarte a todo para no caer al suelo o lo que sería pero al mar. Sólo el paso del tiempo te hace recuperar la seguridad a pesar de que olas de hasta cinco metro chocan contra los patines del catamarán, haciéndolo estremecer.



Todo el día de Navidad fue así; grandes olas y vientos fuertes que nos hicieron avanzar a una media de casi ocho nudos con puntas de velocidad de más de diez. El aullar del viento en la jarcia lanzándonos con fuerza hacia adelante y la velocidad que alcanza este barco impresionan.



El movimiento constante, los bandazos y las caídas por las pendientes de las olas hacen e1que el nuestro catamarán parezca por momentos una batidora en manos de los elementos. Todo se mueve. Todo a bordo parece adquirir vida propia y lo mismo rueda una botella que se arrastra un vaso o el plato de sopa escapa del control dejando un rastro de fideos por encima de la mesa.



Cae la noche y la oscuridad empeora la impresión haciéndote sentir que estas dentro de una lavadora con la centrifugadora puesta, así que una noche más paso la guardia, pero esta vez con chaleco, radiobaliza de emergencia y sujeto al barco para evitar que los tropezones y bandazos terminen en una caída. Todo se mueve. Solo las estrellas permanecen inmutables. Estamos a más de cuatrocientos km de nuestro destino y a pesar de todo me siento un privilegiado, tranquilo y seguro en un barco que se comporta de forma muy marinera y disfrutando de la libertad que te da la soledad.



Así pasmos el resto del tiempo hasta la madrugada del día 27 de diciembre en la que viento y mar nos dieron una tregua, una especie de bienvenida a Lanzarote que nos saludó con un espléndido día de sol. Por fin el calor del trópico sustituyó al frío del Atlántico. Esperemos que a partir de aquí y en dirección a Cabo Verde, que está a unas mil millas (dos mil kilómetros) de distancia, el tiempo sea más cálido y la brisa nos acompañe. Esa parte del viaje será para el siguiente capítulo de esta crónica