13 de agosto de 2014

La cabeza sirve para algo más que para pensar.


He salido a pasear con la idea en la cabeza de que uno de los motores del mundo es el amor. Sí, el amor.
Está claro que el estado de ánimo influye en la manera de razonar, de pensar y hoy es un buen día, es el primer día de mi convalecencia en casa después de salir del hospital y el primer día que me atrevo a salir solo. Pienso en mi mujer y en mi hija, en las personas que quiero y en las que me quieren…
Esta tarde no tengo grandes objetivos, solo caminar un poco y procurar evitar el dolor en mi pierna recién operada y por supuesto, un traspiés o una caída. Estoy bien… Sin compañía, sin prisas. La calle recta, estrecha, sombría, escoltada por casas antiguas, solitaria, recoge el sonido de mis pasos, cortos, lentos, torpes y el “clap, clap” metálico y repetido de las muletas al apoyarse en el pavés de la acera. El tiempo que me sobra después de analizar la rugosidad el pavimento, de buscar resaltes invisibles para evitar un tropezón, lo ocupo intentando agujerear mi cabeza. Algo, no sé muy bien qué, me desanima.
Sí, el mundo no se mueve solo. Millones de años hacen que esto no sea pura casualidad. ¿Cuántas madres, cuantas esposas, cuantos ladrones, cuanto egoísmo, cuanta supervivencia?
Soy muy lento. Nunca lo había sido tanto. Nunca los momentos y la calle pasaron por mi cabeza tan despacio. ¿O es al revés?
Me da tiempo para fijarme en todo. En todos. Una mujer se cruza en mi camino desde un lateral.
Sí, el reloj parece haberse detenido, y… O mi mente me está jugando una mala pasada, o he retrocedido más de cien años. Va enteramente vestida de negro, camina con agilidad. No debe pasar de los sesenta. Oculta el pelo, sucio seguro, con un velo negro. No. Miento, no es un velo. Es un pañuelo negro que apenas me permite verle la cara. Se protege del relente con una toquilla, como no, negra, que sujeta con ambas manos a la altura del abdomen. La falda larga, bastante por debajo de las rodillas, deja asomar unas piernas nerviosas y rápidas en su caminar, que cubre con medias negras. Usa zapatillas de felpa, de las de andar por casa. Negras, claro está.
La que supongo que es su nieta me devuelve al siglo XXI porque va jugando con un móvil de última generación, viste pantalones a cuadros rojos y no para de charlar.
La mujer la escucha y la mira satisfecha. No hace falta ser adivino para saber que la quiere.
¿Qué no haría esta mujer por su nieta? O ¿quizás fuera su hija?

Pienso que mi lentitud me permite ver mejor el mundo, sus anacronismos, sus rarezas.
La niña y su abuela van mucho más rápido que yo. Las pierdo. No pretendo seguirlas.
Me concentro en mi camino, un paso más, otro agujero desconocido que evitar... ¡Cuidado con el bordillo!
¿Qué más mueve el mundo?

Después de la vieja, un mendigo me recuerda al famoso cuadro de “Los jugadores de cartas”, de Cézanne. Un perfil de nariz prominente y pelo corto, grisáceo. La vista perdida sobre sus manos, mirando sin verlas. Las cartas transformadas en relucientes monedas sobre un platillo que sujeta con desgana. La silla y la mesa son la acera y la calzada. La espalda encorvada, la vieja chaqueta, un gorro achaparrado de color indefinido. Aparentemente nada debería recordarme al famoso cuadro, pero… ¿Es su perfil lo que aviva mi imaginación? No, es la indiferencia en el rostro, la falta de expresión, la mirada baja mientras a su lado pasan los transeúntes que me adelantan. Nadie se fija en él. Nadie le echa una moneda.
No puedo evitar pensar en Cézanne. Los colores apagados, el reflejo de la botella, la cabeza inclinada de los jugadores. Un mundo inmóvil.
El mendigo y yo nos miramos. No siento pena. Creo que él tampoco.
No hay brillo en unos ojos que, sin embargo, me obligan a desviar la mirada. Voy tan despacio…
No puedo girarme. Tampoco detenerme. Le dejo allí sentado.
¿La inercia es otro motor del mundo?

A pesar de mi lentitud he llagado al final de la calle, ensimismado. Un grupo de turistas alborotan en la esquina. Por encima de mi cabeza, desde los pasadizos que llevan hasta la cumbre de La Catedral, oigo más risas y una joven le grita a su novio que tiene vértigo.
Abajo, a la entrada, una cola divertida y bullanguera espera. Todos quieren ver lo que ofrece la vista desde arriba, y…
De nada sirve el título de lo que se ofrece: “La búsqueda de la luz”.
Las sensaciones, la búsqueda… ¿Otro motor?

Salgo de las sombras y el sol calienta mis pasos. Me detengo frente al escaparate de una librería. Repaso las últimas novelas expuestas. Junto a ellas libros de auto ayuda, algún poemario... ¿Más motores?
¿Hay motores inertes, impotentes?

Sigo adelante. Ya llevo más de media hora tratando de descubrir baldosas ausentes, boquetes por los que se cuele la punta de mi bastón, irregularidades, inestabilidades…
Alguien me llama. En una ciudad pequeña siempre hay alguien que te reconoce.
—¿Qué te ha pasado?
La pregunta era obligatoria y la respuesta evasiva y sin ganas.
No me siento ni bien, ni mal. Nada tengo contra el que se interesa por mi salud. Normalmente no me alegro de verle, creo que me molesta oír rechinar los goznes de sus ideas, pero hoy no tengo prisa. Intento descubrir sin resultado algún sentimiento en sus ojos oscuros, en su cara redonda, infantil y femenina. Los ojos de los locos son expresivos, tras ellos se oculta la febril actividad de un cerebro "hiperactivo" que se asoma con un brillo especial en su mirar. No es el caso, la simpleza implica el vacío tras las pupilas y eso me ha llamado siempre la atención. Descubrir las intenciones, los pensamientos, la maldad o la bondad en el rostro de una persona inteligente es difícil, pero tienes la seguridad de que hay algo. Una mirada pueril es inescrutable, enigmática.
Es el primer día que veo el mundo desde la lentitud a la que mis pasos me obligan, así que no pensaba entretenerme, pero…
Pero le acompañaba un tullido. Tan alto como un chopo y tan delgado como una escoba, con la expresión retrasada de un niño de diez años, aunque sobrepase los veinte. Estaba allí, apoyado en sus muletas, parado delante de nosotros y solo le miraba a él. En su rostro se reflejaba la admiración, brillaban sus pupilas y un gesto de adoración desarticulaba su boca dejándola constantemente abierta.
Mi amigo se despidió de mí. Iban más rápidos que yo, naturalmente. Ni uno ni otro se volvió para mirarme. El lisiado caminaba de lado mirando a su ídolo. Como yo utilizaba bastones para caminar y cada vez que levantaba un pie le daba dos patadas al aire con un gesto tan descoordinado que parecía imposible que lo repitiera con el otro pie. Y, sin embargo, los movimientos de sus pasos eran simétricos; la muleta primero, la pierna después elevándose transversalmente al desplazamiento, el pie que tras tratar de golpear al propio mundo dos veces seguidas conseguía afirmarse en el suelo, el apoyo del bastón contrario y el mismo escorzo con la otra pierna. Su cara no perdió en ningún momento la expresión de éxtasis. Sus ojos negros, incapaces de dirigirse hacia un escaparate, hacia la rubia imponente que pasó a su lado, continuaban encandilados, maravillados, fijos en el rostro del ser venerado.
¿Sentí envidia de aquel ser mitificado?
¿Es la envidia otro de los motores del mundo?

Hay muchos motores, pero ya no me importaban tanto…
Los dos sujetos se alejaban delante de mí hacia el parque.

Giré a la derecha. Otro conocido se cruzó conmigo. Alguien con quien me divierte jugar a "ver quién saluda a quién", esperar su ¡hola! poniendo cara de poker. Alguien que camina sin dificultad, con poderío, mirando por encima del hombro a cualquiera que se cruce con él. Alguien con quien no me gusta cruzarme.
Pierdo yo, claro está. Le miro fijamente y en el último momento, cuando ya no puedo aguantar más ni su mirada, ni la mía, esbozo un saludo breve.
No va deprisa y solo después de sobrepasarme, como quien se da cuenta tarde, se detiene y con chulería me suelta un ¿Que te ha pasado?
Respondo sin detenerme, alejándome a toda la velocidad que me permiten mis dolores.

La cabeza me da vueltas, continúa registrando a los viandantes, las fachadas desconchadas, los agujeros del suelo. Me empiezan a doler los músculos del muslo. Estoy deseando llegara a casa para pensar un rato sentado en mi sillón.

Acelero el paso lo que puedo y, cuando sólo la puerta del portal me impide llegar al merecido descanso, me percato de lo difícil que va a ser abrirla con las manos ocupadas por las dos muletas y sin poder apoyar la pierna enferma.
La solución parece evidente, no necesito pensar. Apoyo una muleta en el marco, equilibro mi peso entre el otro bastón y la pierna indolora y saco las llaves del bolso. Abro. Empujo la puerta, pero… No es posible. Uno de esos resortes que se colocan para que la puerta no se quede abierta me lo impide, de modo que en cuanto saco la llave vuelve a cerrarse automáticamente. Dudo un instante si debo atreverme a permanecer en equilibrio sobre la pierna sana y sin la ayuda de una muleta. No me atrevo. ¿Quizás deba usar uno de las dos para sujetarla? No funcionaría. La puerta se cerrará en cuanto separe el bastón para poder equilibrarme. Una idea surge rauda…
¡Utiliza la cabeza…!
Y eso hago, abro la cerradura con la llave, equilibrado sobre mi pierna buena y la muleta contraria. Entonces, antes de que se cierre automáticamente, me inclino hacia delante y apoyo la cabeza en centro en la puerta para detener el avance que la fuerza del resorte le imprime a esta. Después, mi cabeza le da a la puerta el empujón definitivo para abrirla y poder así entrar en el portal de mi casa.

Sí, me digo ¡La cabeza sirve para algo más que para pensar!