14 de octubre de 2014

¿Imitando a Eduardo?


Cuando creé el personaje de Eduardo para mi novela “Los caminos del agua” no lo hice a imagen y semejanza de mí mismo. Eduardo fue, más bien, la solución a un problema en el espacio y en el tiempo de la trama. Había que conectar dos mundos, Oriente y Occidente, y aproveché mi conocimiento de la medicina como profesión y de la navegación en solitario para crear un personaje que me permitiera hacerlo de manera creíble y un tanto romántica.

Sería estúpido si negara que, personalmente, y supongo que también otros autores, trasladé (trasladamos) de una forma más o menos consciente a los personajes buena parte de nuestras vidas, de nuestros deseos, de nuestras dudas y que probablemente dotara a Eduardo con la voluntad y el arrojo necesario para llevar a cabo un viaje arriesgado y peligroso, como el que describo en la novela, porque yo carecía de esas virtudes. Sin duda siempre he deseado cubrirme con la piel bronceada de la aventura, pero lo cierto es que no soy un tipo valiente, que se me intimida fácilmente, que cada vez que me enfrento a algo nuevo siento miedo y que me cuesta vencer ese temor. Por eso mis desafíos han quedado reducidos al ámbito de aventuras de andar por casa.

Pues bien, resulta curioso que si bien como autor modelé y dí forma a los personajes de la novela, ahora descubro que Eduardo, uno de los protagonistas, también me da forma a mí, su creador, y que me ha transmitido parte de su coraje, dándome fuerzas para embarcarme, como él, en una aventura transoceánica: cruzar el Océano Atlántico navegando a vela.

Desde luego que no es lo mismo. No voy solo en el barco (no tengo tanto valor como el personaje de mi novela), voy acompañado de tres amigos que tienen el mismo sueño que yo, pero contrariamente a Eduardo que no dejaba a nadie en tierra, esperándole en la orilla, yo me sumerjo en un mar de dudas porque dejaré a este lado del Océano a una mujer y a una hija, que, dicho sea de paso, son mucho más valientes que yo y deben quererme mucho al permitir que cumpla este sueño. Y aunque supongo que lo sospechen, el día que salga de casa para meterme en un velero de apenas quince metros y dejarme impulsar por el viento hasta El Caribe, sentiré, siento ya, una gran congoja, el corazón encogido por la despedida al ver en sus ojos el brillo de la angustia, la preocupación y el miedo, mientras yo me voy con la contradicción en el alma y seguro que luchando por contener las lágrimas.

Así que, si a finales de este año me veo en mitad del océano, rogando al cielo para que haya viento o para que se calme la tempestad, se lo deberé a Eduardo que desde las páginas de mi novela me creó como soy y, sobre todo, a mi familia, porque ellas tienen el valor, la osadía, diría yo, de confiar en mí, de permitirme participar en una verdadera aventura.

Leyendo esto, cualquiera puede pensar que estoy loco, que ¿quién me manda a mí, un tipo entrado en años y con el pelo ya tan blanco como la nieve, arriesgarme a cruzar un mar que puede destruirte, hacerte desaparecer en un instante?

Eso mismo pienso yo. Y eso mismo debe pensar mi mujer y mi hija… ¿Arriesgar tanto? ¿Para qué?
Quizás lo descubra en un barco…

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