6 de marzo de 2015

Los locos del mar. Cuarta y última crónica de la travesía del Atlántico.

Como todo, esta aventura tuvo su final y este es el último capítulo de la travesía del Atlántico. Fueron treinta y un días de mar más dos días amarrados en Marina Rubicón, Lanzarote y otros dos en el puerto de Mindelo, Cabo Verde. Un mes en el océano que ha sido una experiencia y una aventura inolvidable. Colores que se quedarán grabados en la retina para siempre y momentos anclados en mis neuronas que espero nunca lleguen a perderse en el olvido.

Os dejo sin más con esta crónica, pidiéndole disculpas a los más marineros porque en ellas no se reflejan apenas los aspectos técnicos o de navegación y porque el lenguaje es casi más mesetario que naval, pero quien me encargó estas crónicas fue un periódico de León (el Diario de León)y sus lectores no comprenderían los términos náuticos y probablemente se aburrirían si hubiese entrado en los detalles más propios de las gentes del mar. Por otra parte ese tipo de crónicas o de relatos técnicos son los que más abundan entre la literatura náutica y yo he preferido darle este otro enfoque, más cuidado, más personal y sentimental, buscando algunos aspectos que raramente se reflejan en las lecturas a las que los amantes de mar están acostumbrados.

Con mi perdón para esos lectores a los que la sal les corre por las venas...


Los locos del mar.

Entre los navegantes y los marinos siempre se dijo que en la mar, las calmas son tan malas como las tempestades, y el océano me tenía reservada personalmente una especie de venganza por atreverme a desafiarle. Tenía que demostrarme que es más fuerte, más grande, más poderoso de lo que pensaba y que sus recursos y su capacidad para intentar doblegar la voluntad del ser humano son muchos. Algunos temibles... El Atlántico es como una especie de ser vivo, una entidad con nombre y con voluntad propia que durante semanas había intentado vencernos con vientos y olas y ahora optaba por derrotarme usando una táctica nueva: la falta de viento y la desesperación que ello engendra en los navegantes a vela.

Contra la tempestad, el navegante dispone de su pericia y de su habilidad para dominarla, pero contra las calmas, el ser humano solo ha sido capaz de vencerlas inventando los motores. Aquí, las velas sirven de muy poco y uno siente que la angustia se apodera del espíritu y del alma del marino. El sol es ardiente, el calor se hace pesado, la mar se mueve lentamente y el barco apenas es capaz de arrastrarse a unos miserables dos nudos de velocidad, con suerte. Sólo la certeza o la esperanza de que después de las calmas llegaran, tarde o temprano, los vientos, debía hacer que los antiguos hombres de la mar no enloquecieran desesperados. Ellos han sido siempre para mí "Los Héroes del Atlántico", los que apenas sabiendo donde estaban, sintiéndose en ocasiones perdidos, con pocas provisiones o con poca agua dulce se atrevían a internarse en el mar.
A quinientas setenta y nueve millas de nuestro destino, adivino en mi impaciencia la desesperación que antaño debían suponer estas situaciones para esos pocos atrevidos que osaban cruzar este o cualquier otro océano. La paciencia no es precisamente una de mis virtudes y soy más partidario de la acción que de la sedación, así que para mí, esta es también una prueba de fuego. El último obstáculo antes de vencer al Atlántico.

Afortunadamente, nosotros, al contrario que los primeros navegantes transoceánicos, sabemos donde estamos, tenemos suficiente agua dulce, alimentos, música, lectura, compañía y hasta un teléfono vía satélite que nos permite enviar por SMS a nuestras familias un mensaje avisándoles de que nuestra llegada se irá retrasando. Aún así, la calma se hace espesa entorno al barco y el carácter, al menos el mío, cambia. Solo se puede hacer una cosa: esperar.

Pero las calmas tienen algunas ventajas que hay que saber aprovechar. Bañarse en cubierta, tiempo de sobras para leer, bromas con los compañeros de la tripulación, tomar el sol sin prisa y, de vez en cuando, alguna sorpresa espectacular que ayuda a pasar el día, como cuando la mañana del día 19 de enero nos visitó una ballena juguetona; un ballenato de rorcual que con sus 4 ó 5 metros de largo se empeñó en demostrarnos su agilidad y su curiosidad rondándonos durante más de cuatro horas. Hizo casi de todo para llamar nuestra atención; nos enseño el lomo, nos demostró la fantástica velocidad que es capaz de alcanzar a pesar se su tamaño, su habilidad para surfear las olas, su maestría haciendo piruetas submarinas, su valor al pasar rozando el casco, pero sobre todo su curiosidad por la música.

Primero intentábamos atraer su atención mediante golpeteos rítmicos en el casco del barco, gritos y silbidos. Y lo conseguíamos. No sabía si creerme o no que sus acercamientos, cuando se colocaba a nuestro lado, mirándonos con curiosidad y enseñándonos su blanca barriga, eran una respuesta a nuestros ritmos. Pensé que sería una ilusión mía, así que decidí cambiar de estrategia e inventarme otro medio de comunicación algo más… sofisticado. Se me ocurrió entonces usar el palo hueco y metálico de una fregona como si fuera una trompeta que metía por un extremo en el mar mientras por el otro procuraba hacer sonar algo parecido a una melodía suave y repetitiva. Me acordé de la película “Encuentros en la tercera fase” e improvisé un sonido similar y… aquel ser enorme se llegó a acercar tanto, que casi podía haberlo tocado con el extremo de mi improvisado instrumento.
Fue un momento mágico que me regaló el Atlántico. Un recuerdo imborrable que me hubiera gustado compartir, pero que tendré que conformarme con mostrarlo en el vídeo que mi compañero Vic logró grabar.

Al día siguiente de nuestro encuentro con la ballena, los alisios reaparecieron y con ellos, recuperé la esperanza de llegar, casi en las fechas previstas, a Saint Maarten. Pero solo fue una ilusión que duró el día y medio que conseguimos navegar a una buena velocidad, porque las calmas y las ventolinas regresaron de nuevo y durante varios días volvimos a ver en nuestra corredera velocidades que no llegaban a los dos nudos. En mi desesperación pensé que estábamos viajando con la velocidad a la que pasea una persona mayor y con ello, las millas que nuestro GPS indicaba que faltaban para llegar a nuestro destino, empezaban a hacerse eternas. Y como no iba a ser así, ¡recorrer mil kilómetros caminando a ritmo de paseo!
Las calmas, la soledad, el aislamiento, la monotonía del mar, la lejanía de los seres queridos imponían de nuevo su ley. Todo ello afecta mucho y quizás sea eso lo que sienten algunas personas a los que yo llamo “Los Locos del mar”. Navegando se les escucha a veces por el canal 16 de la radio. Unos hablan solos de forma cansina, sin esperar respuesta, carentes de acento, de vida, como recitando un largo poema sin tono, sin ningún énfasis. Otros silban de forma lastimera y repetitiva y otros solo emiten sonidos ininteligibles, que no son palabras sino lamentos guturales y cadenciosos. Todos; los que hablan, los que silban y los que murmuran tienen la misma característica común, sus letanías son tristes, quejumbrosas y resuenan aburridas, emitidas por las frecuencias de radio en las que los barcos tenemos de la obligación de ir conectados guardando silencio para atender solo las llamadas de emergencia que puedan surgir en la mar. A mí, “Los Locos del mar” siempre me dan mucha lástima, y esta vez no he podido dejar de pensar que las calmas y el tedio están detrás de esa clase de enajenación.
Aunque lentamente, las millas que nos faltan por recorrer van disminuyendo y los dígitos bajan cada vez más. Primero, te fijas en cómo cambian las centenas y con el paso del tiempo empiezas, sin darte cuenta, a prestar atención a las decenas que les siguen porque ya solo llevan por delante un “uno” anunciando que, aunque con casi ocho días de retraso, queda poco para llegar.

Los días de calma han sido días de sol, de tranquilidad, de mares sin oleaje, a veces con la superficie aceitosa, como un espejo. La navegación en estas condiciones no es complicada, sólo es aburridísima y cada uno “mata el tiempo” como puede. La lectura es mi gran aliada y los libros van cayendo en el zurrón de los terminados poco a poco. También solemos jugar una partida de cartas todas las tardes, aprovechando que el barco ha dejado de ser una coctelera y que el viento no le da la vuelta a los naipes. Tomar el sol y, en ocasiones, sentarse o tirarse en cubierta a la sombra de las velas cuando más calor hace, son otros de nuestros pasatiempos favoritos, así que la piel se nos ha puesto cobriza de tanto sol y de tanto aire.
Con el retraso acumulado, a todos nos empezó a preocupar el hecho de que con tantos días de más, las provisiones de agua disminuyeran más de lo calculado y, en prevención de una posible avería en la depuradora de agua, fue necesario restringir el consumo. Eso significa no ducharse con agua dulce y poner todo el cuidado en no desperdiciarla en cosas como lavar la ropa o fregar los cacharros de las comidas. Así que, además de morenos estamos un poco “estropajosos” por culpa de la sal que se acumula en la piel y en el pelo, pero ya estamos cerca del Caribe y todos soñamos con pisar tierra y pasar unos días en esas playas de aguas azules y verdes. Transparentes.

Esa cercanía se nota en que a veces vemos en la pantalla del AIS el eco de algún barco lejano. Solo dos o tres que, ya al final de la travesía, se han cruzado en nuestro camino aún muy lejos de nuestra derrota. Pero algo es algo, porque desde que salimos hasta ahora no habíamos visto ninguno. Por no ver, no hemos visto ni la estela que los aviones dejan en el cielo. Y es que, además de ir alejados de las rutas marítimas, también vamos muy lejos de las rutas aéreas.

Pero todo termina, y con nuestro viaje acaban también los atardeceres del océano, cuando el sol se pone tras una delgada capa de pequeñas nubes en el horizonte, que siempre están ahí, velando ese último momento en que el sol se oculta, tiñendo los pequeños cúmulos con unas tonalidades amarillentas y rojizas que solo en el océano se pueden ver. Estoy seguro de que, cuando vuelva a León, echaré de menos estas magníficas puestas de sol, la llanura del mar, encrespado o no, y los cielos nocturnos, dominados ahora por la Cruz del Sur acompañada por miles de estrellas que llenan la totalidad de la cúpula celeste en la oscuridad. La mar es posiblemente el único lugar de nuestro planeta desde el que se puede ver todo el cielo que es posible ver, cuando desde cenit hasta el horizonte se muestra el infinito que nos rodea, sin ninguna colina, ni montaña, ni árboles, ni ningún otro objeto que lo interrumpa. Sé que en mi casa, dentro de unos días, me acordaré de la soledad y me sobrará el bullicio de las calles, el barullo de las ciudades y la mayoría de los sonidos artificiales del ser humano.
Las señales de que la tierra está cerca fueron creciendo. Pájaros que no son los habituales del los mares abiertos, las señales de radio que se hacen cada vez más frecuentes o alguna botella de plástico que desgraciadamente no solo es signo de civilización, sino de todo lo que la raza humana está suponiendo a la hora de contaminar los mares... Pero todo llega, el océano nos había tratado muy bien, había sido amable con nosotros y había hecho de nuestra travesía algo inolvidable, pero que tenía que terminar y, finalmente, apareció la silueta de algo sólido en el horizonte.

Nos habíamos desafiado para ver quien era el primero en poder gritar el famoso “tierra a la vista”. Una especie de apuesta que ganó Piedi, cumpliendo con la tradición de emitir el emocionante grito la tarde del veinticuatro de enero. Lejos aún, a muchas millas, apareció la línea lisa, apenas sobresaliendo por encima del mar, de una isla recortada en el cielo. No es nuestro destino, sino la isla de Barbuda, que nos queda por el costado de babor. Aún tendremos que rebasar varias islas e islotes más antes de llegar a Saint Maarten, pero nuestro objetivo está cumplido y ya solo nos queda abrazarnos al pisar tierra firme y bebernos unas cervezas brindando por nuestro viaje, por lo vivido durante él.

En ese momento sé que pensaré en Marta, mi mujer, que estrá esperándome en Saint Maarten y en Emma, mi hija con la que por fin podré hablar por teléfono, y pensaré en el mar, o en la mar, en el color del océano, un color azul mucho más intenso y más vivo que el azul marino habitual, y sé que se me saltarán las lágrimas y que me gustará gritar muy alto, para que todo los niños del mundo oigan mi grito: ¡Cuidad el mar! Cuidadlo para que nuestros hijos y los vuestros puedan verlo como yo lo he visto, aún limpio.

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