Esta es la tercera crónica de la travesía del Atlántico, en ella se refleja la navegación entre Mindelo, en Cabo Verde, y más o menos la mitad del atlántico, con un recorrido de unas mil doscientas millas. La titulé "A mil cien millas de ninguna parte" porque no solo estábamos lejísimos de cualquier otro ser humano, también estábamos entre dos continentes, muy lejos de tierra.
Mindelo, la capital de la isla de Sao Vicente, en Cabo Verde, nos recibió exhibiendo su curiosa mezcla de rasgos africanos y europeos. Es una ciudad alegre que expresa ese carácter con el colorido chillón y variado de las fachadas de sus casas o con la sonrisa y la picardía que asoma en el brillo de los ojos de un chiquillo cuando me explica, con la esponja en la mano, que gana un euro y medio por cada coche que lava en la calle.
La languidez del sur se hace patente en este archipiélago con el contoneo, lento, armonioso y respingón, de las caderas de sus mujeres o con el paso orgulloso, pausado, casi presuntuoso de sus hombres, generalmente fuerte y esbeltos. Cuerpos del sur. Costumbres europeas.
Aquí hemos recogido a Vic, nuestro nuevo tripulante que ha viajado desde Valencia para alcanzar también el sueño de cruzar el Atlántico. Él, al igual que el resto, ha dejado sola a su familia para cumplir una ilusión. Algo más joven que nosotros su fortaleza física nos vendrá muy bien. Además creo que resultará una aportación muy válida para el proyecto por sus conocimientos y su experiencia en navegación y porque ha encajado perfectamente en el grupo.
Si por el contrario sabes estar solo, y acompañado, tienes imaginación para solventar mil y un problemas con pocos medios, amas la libertad compartida con unos pocos locos que tienen tu mismo sueño y te gusta sentir el viento en la cara y descubrir tantas estrellas como jamás has pensado que podrían existir, entonces la navegación es lo tuyo y la mar se colará en tu corazón para no abandonarte nunca.
Vic, es de esos, tiene también sal en las venas, es otro enamorado más del mar y seguro que sabe perfectamente que aquí, todos somos uno, que todos pueden depender de ti, de tu habilidad, de tu serenidad, de tus decisiones y de tu ayuda. Algo que para Urtzi se traduce en una frase muy simple; “tenemos que cuidarnos los unos a los otros. ¿Quién iba a hacerlo sino?”
Otra cosa fue después el recorrido entre las dos islas. Yo nunca había sentido la fuerza de un viento así. Las rachas eran tan potentes que aunque no hubiéramos llevado vela alguna el barco habría conseguido navegar a más velocidad de la que la mayoría de los monocascos pueden alcanzar. La superficie del mar era pura espuma y las olas se colaban entre los patines del catamarán golpeando con una fuerza inusitada la panza del barco. Y no eran unas olas cualquiera. Eran montañas de agua las que se abalanzaban sobre nosotros elevándonos sobre sus crestas y haciéndonos descender “surfeando” sus lomos aumentando la impresión de velocidad.
A nuestro favor, teníamos varias cosas. Por un lado, que el viento y la mar llevaban nuestra misma dirección. Por otro, que el barco es muy estable y aguanta perfectamente esas condiciones, aunque fuera preciso timonearlo a mano porque el piloto automático no tenía fuerza suficiente para gobernarlo solo, así que la experiencia me pareció soberbia. Adrenalina pura.
En cuanto se pudo nos resguardamos del temporal colocándonos al socaire de la isla de Sao Antonio y a partir de ese momento el resto del día transcurrió de forma algo más relajada y los vientos fueron amainando, pese a que las rachas seguían siendo “atemporaladas”.
Desde entonces y durante la semana que hemos tardado en recorrer la mitad del camino entre Cabo Verde y la isla de Saint Marteen, la tónica de navegación ha sido constante y monótona. Los vientos alisios nos han empujado con firmeza, soplando casi siempre entre los veinte y los veinticinco nudos en nuestra misma dirección de forma muy estable, de manera que aunque al principio tuvimos que desviarnos más de la cuenta hacia el sur por la intensidad del temporal, después, en cuanto la fuerza del viento y las direcciones de las olas nos lo ha ido permitiendo, hemos podido retomar el rumbo más adecuado. Solo el primer día y ocasionalmente alguna noche la intensidad aumentó sobrepasando puntualmente los cuarenta nudos que marcan la categoría de temporal. Pero aunque parezca mentira, uno termina por amoldarse a casi todo y lo que antes era temor a vientos con esa fuerza, ahora, no es que sea costumbre, pero uno va adaptándose y no lo siente como un peligro, sino como una circunstancia más de la navegación atlántica.
Solemos levantarnos sobre las ocho y media de la mañana para desayunar todos juntos. Normalmente, el que termina la última guardia de la noche prepara el desayuno y misteriosamente vamos apareciendo todos en cuanto el aroma del café recién hecho inunda nuestro reducido espacio. En tormo a la mesa aprovechamos para comentar las noticias que nos han llegado por el teléfono satelital, especialmente los mensajes de nuestros familiares y los de nuestros “routiers”, Germán A. Hevia y Ángel (Kaia), que nos informan de las condiciones meteorológicas que encontraremos durante las próximas veinticuatro horas. Es el momento para reseñar también las incidencias de la guardia de cada uno, que normalmente son pocas.
En cuanto todo esta limpio y recogido y el barco en condiciones de navegar de acuerdo con la meteorología reinante, todos tenemos tiempo libre que cada uno reorganiza a su manera. Los más dormilones suelen echarse “la siesta del borrego”, otros, ahora que durante el día la temperatura ha mejorado, aprovechan para tomar el aire y el sol si lo hay o simplemente consumir las horas mirando al mar, algo que nuca cansa. Yo, suelo dedicar la mañana para determinar la posición del barco con el sextante y los pertinentes cálculos astronómicos, que claro, ahora se hacen con un ordenador y no como se hacían antiguamente, con complicados cálculos matemáticos de trigonometría esférica.
El resto de la mañana, la mayor parte de la tripulación, aprovechamos el tiempo para dedicarnos a la lectura, de forma que a veces, el silencio se impone sobre el rugido de las olas y el barco parece una biblioteca flotante.
Tras la comida se impone una siesta para la mayoría, si las condiciones del mar lo permiten, aunque siempre quedamos uno o dos para vigilar el barco. Es el momento que yo utilizo para hacer una segunda determinación de la posición del barco en la carta náutica midiendo la altura del sol sobre el horizonte con el sextante.
Las tardes son cortas y la noche llega enseguida, a veces tras una partida de cartas o una nueva sesión de lectura. Cuando oscurece, esas primeras horas sin luz son las peores del día porque de repente pierdes la referencias del horizonte y el barco continúa moviéndose como un corcho en un torbellino, así que hay que tener cuidado con lo que haces hasta el momento de cenar para no marearte.
Durante la cena, que suele ser ligera, nueva charla y después solemos pasar unos minutos en la popa viendo el cielo y las estrellas, escuchando el estruendo de las olas, que no han bajado de los dos metros en toda la travesía y refrescándonos un poco al aire libre antes de dormir. A la cama nos vamos pronto porque la primera guardia empieza a las diez de la noche.
Sin darnos mucha cuenta, aunque el barco sigue moviéndose como una coctelera en manos de un buen “barman”, los días van pasando y ya hemos empezado a descontar millas para llegar al Caribe y poder volver a casa, algo que ya todos deseamos porque el espíritu de aventura ha ido viéndose reemplazado por el recuerdo y la añoranza y es que llevamos ya más un mes en la mar y esto empieza a pesarnos, al menos a mí.
Nos queda menos.
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