2 de marzo de 2015

Tercera crónica del cruce del Atlántico: A mil cien millas de ninguna parte.


Esta es la tercera crónica de la travesía del Atlántico, en ella se refleja la navegación entre Mindelo, en Cabo Verde, y más o menos la mitad del atlántico, con un recorrido de unas mil doscientas millas. La titulé "A mil cien millas de ninguna parte" porque no solo estábamos lejísimos de cualquier otro ser humano, también estábamos entre dos continentes, muy lejos de tierra.

Estamos, más o menos, en la mitad de nuestro último trayecto, el que nos lleva desde las islas de Cabo Verde al Caribe, muy lejos de cualquier tierra, habitada o no, y lejos también de cualquier otro ser humano que no seamos los tripulantes de El Temido. Las condiciones del mar y el fuerte viento nos han hecho bajar hacia el sur más de lo necesario y eso ha alargado la distancia que debemos recorrer para llegar a nuestro destino, porque cuanto más cerca del ecuador viajemos, más largo será el camino a recorrer, así que hoy, cuando llevamos cumplida más o menos la mitad de la distancia total de esta etapa, estamos a unas mil ciento cincuenta millas del Mindelo y a otras tantas de la Isla de Saint Marteen, en las Antillas Menores.

Mindelo, la capital de la isla de Sao Vicente, en Cabo Verde, nos recibió exhibiendo su curiosa mezcla de rasgos africanos y europeos. Es una ciudad alegre que expresa ese carácter con el colorido chillón y variado de las fachadas de sus casas o con la sonrisa y la picardía que asoma en el brillo de los ojos de un chiquillo cuando me explica, con la esponja en la mano, que gana un euro y medio por cada coche que lava en la calle.







La languidez del sur se hace patente en este archipiélago con el contoneo, lento, armonioso y respingón, de las caderas de sus mujeres o con el paso orgulloso, pausado, casi presuntuoso de sus hombres, generalmente fuerte y esbeltos. Cuerpos del sur. Costumbres europeas.

Aquí hemos recogido a Vic, nuestro nuevo tripulante que ha viajado desde Valencia para alcanzar también el sueño de cruzar el Atlántico. Él, al igual que el resto, ha dejado sola a su familia para cumplir una ilusión. Algo más joven que nosotros su fortaleza física nos vendrá muy bien. Además creo que resultará una aportación muy válida para el proyecto por sus conocimientos y su experiencia en navegación y porque ha encajado perfectamente en el grupo.

Y es que, en un barco de vela la convivencia no es fácil. El que no lo haya experimentado puede hacerse una idea imaginándose que, en nuestro caso, cinco personas deben compartir un espacio muy reducido durante, al menos, quince días seguidos, y que Piedi, Urtzi, César y yo, llevamos ya más de un mes en las mismas condiciones. Esto es una especie de “Gran Hermano” sin posibilidad de abandono. Son veinticuatro horas, seguidas de otras tantas y a las que le seguirán muchas más, compartiéndolo todo en unos pocos metros cuadrados. Apenas hay intimidad, son pocas las posibilidades de aislarte y siempre estás con alguien, pero sintiendo el desamparo de la soledad más extrema, de la nada, que supone el enorme desierto que es la superficie del océano.

Al que no le guste estar solo, al que no le agrade la falta de intimidad, el que no sea capaz de tolerar las manías de los demás con humor y controlar las propias con armonía y, especialmente, el que no disfrute con la soledad aún más absoluta de las guardias, nunca debe meterse en una aventura como esta.
Si por el contrario sabes estar solo, y acompañado, tienes imaginación para solventar mil y un problemas con pocos medios, amas la libertad compartida con unos pocos locos que tienen tu mismo sueño y te gusta sentir el viento en la cara y descubrir tantas estrellas como jamás has pensado que podrían existir, entonces la navegación es lo tuyo y la mar se colará en tu corazón para no abandonarte nunca.


Vic, es de esos, tiene también sal en las venas, es otro enamorado más del mar y seguro que sabe perfectamente que aquí, todos somos uno, que todos pueden depender de ti, de tu habilidad, de tu serenidad, de tus decisiones y de tu ayuda. Algo que para Urtzi se traduce en una frase muy simple; “tenemos que cuidarnos los unos a los otros. ¿Quién iba a hacerlo sino?”

La salida de Mindelo fue muy complicada, de hecho fuimos el único barco salió del puerto ese día. Las previsiones meteorológicas eran que el viento iba a soplar con más de treinta nudos de velocidad (unos sesenta kilómetros por hora) y que las olas pasarían de los cuatro metros de altura, pero sabíamos que en el canal entre las islas de Sao Vicente y Sao Antonio el viento suele acelerarse y su intensidad sería algo superior empeorando también el estado de la mar. Nos equivocamos. Las rachas de viento real no solo se aceleraron, sino que se dispararon llegando casi a la categoría de huracán con velocidades de hasta cincuenta y cinco nudos, más de cien kilómetros por hora, que empujaron al catamarán hasta alcanzar una velocidad de doce nudos con la vela reducida a un pañuelo en la proa. Por algo dicen los navegantes que Cabo Verde es “la fábrica del viento”

El peligro no solo estaba en el canal entre las islas. Estaba también en la maniobra de salida del pantalán, que con el fortísimo viento se hacía muy complicada, tanto es así, que el único barco que pretendía cruzar el Atlántico desde Mindelo al tiempo que nosotros, un catamarán francés del casi veinte metros de eslora, decidió suspender su partida. Afortunadamente la salida del puerto que hizo César fue perfecta y en ningún momento tuvimos apuro alguno.

Otra cosa fue después el recorrido entre las dos islas. Yo nunca había sentido la fuerza de un viento así. Las rachas eran tan potentes que aunque no hubiéramos llevado vela alguna el barco habría conseguido navegar a más velocidad de la que la mayoría de los monocascos pueden alcanzar. La superficie del mar era pura espuma y las olas se colaban entre los patines del catamarán golpeando con una fuerza inusitada la panza del barco. Y no eran unas olas cualquiera. Eran montañas de agua las que se abalanzaban sobre nosotros elevándonos sobre sus crestas y haciéndonos descender “surfeando” sus lomos aumentando la impresión de velocidad.

A nuestro favor, teníamos varias cosas. Por un lado, que el viento y la mar llevaban nuestra misma dirección. Por otro, que el barco es muy estable y aguanta perfectamente esas condiciones, aunque fuera preciso timonearlo a mano porque el piloto automático no tenía fuerza suficiente para gobernarlo solo, así que la experiencia me pareció soberbia. Adrenalina pura.

En cuanto se pudo nos resguardamos del temporal colocándonos al socaire de la isla de Sao Antonio y a partir de ese momento el resto del día transcurrió de forma algo más relajada y los vientos fueron amainando, pese a que las rachas seguían siendo “atemporaladas”.

Desde entonces y durante la semana que hemos tardado en recorrer la mitad del camino entre Cabo Verde y la isla de Saint Marteen, la tónica de navegación ha sido constante y monótona. Los vientos alisios nos han empujado con firmeza, soplando casi siempre entre los veinte y los veinticinco nudos en nuestra misma dirección de forma muy estable, de manera que aunque al principio tuvimos que desviarnos más de la cuenta hacia el sur por la intensidad del temporal, después, en cuanto la fuerza del viento y las direcciones de las olas nos lo ha ido permitiendo, hemos podido retomar el rumbo más adecuado. Solo el primer día y ocasionalmente alguna noche la intensidad aumentó sobrepasando puntualmente los cuarenta nudos que marcan la categoría de temporal. Pero aunque parezca mentira, uno termina por amoldarse a casi todo y lo que antes era temor a vientos con esa fuerza, ahora, no es que sea costumbre, pero uno va adaptándose y no lo siente como un peligro, sino como una circunstancia más de la navegación atlántica.

La constancia en la intensidad y en la dirección de los alisios consiguieron que entre los tripulantes de El Temido, poco a poco, se fuese instalando la rutina de la navegación oceánica que ya habíamos ido adquiriendo en los trayectos previos de Cádiz a Canarias y de Lanzarote a Mindelo. Es una cierta repetición de conductas y hábitos que llegan a hacerse aburridas y que menciono para que los lectores puedan tener con ello una idea de lo que es el día a día de una travesía atlántica.

Solemos levantarnos sobre las ocho y media de la mañana para desayunar todos juntos. Normalmente, el que termina la última guardia de la noche prepara el desayuno y misteriosamente vamos apareciendo todos en cuanto el aroma del café recién hecho inunda nuestro reducido espacio. En tormo a la mesa aprovechamos para comentar las noticias que nos han llegado por el teléfono satelital, especialmente los mensajes de nuestros familiares y los de nuestros “routiers”, Germán A. Hevia y Ángel (Kaia), que nos informan de las condiciones meteorológicas que encontraremos durante las próximas veinticuatro horas. Es el momento para reseñar también las incidencias de la guardia de cada uno, que normalmente son pocas.

El desayuno suele ser fuerte y al terminar se suele aprovechar para mejorar la orientación y la superficie de las velas con respecto al viento, aunque la mayoría de los días los cambios son mínimos. Después se calcula la distancia que hemos recorrido durante el último día que suele ser de entre 150 y 160 millas y a alguno de nosotros le toca recoger la cosecha de peces voladores que caído durante la noche en la cubierta, porque, para los que no lo sepan, estos peces pueden planear más de doscientos metros volando en ocasiones a 4 ó 5 metros de altura, con lo que es habitual que se equivoquen y acaben estrellándose sobre los barcos. Normalmente, cada mañana, recogemos una media docena, que en caso de emergencia bastarían para alimentarnos, de no ser porque tienen un olor tan fuerte que no me los comería ni estando muerto de hambre.

En cuanto todo esta limpio y recogido y el barco en condiciones de navegar de acuerdo con la meteorología reinante, todos tenemos tiempo libre que cada uno reorganiza a su manera. Los más dormilones suelen echarse “la siesta del borrego”, otros, ahora que durante el día la temperatura ha mejorado, aprovechan para tomar el aire y el sol si lo hay o simplemente consumir las horas mirando al mar, algo que nuca cansa. Yo, suelo dedicar la mañana para determinar la posición del barco con el sextante y los pertinentes cálculos astronómicos, que claro, ahora se hacen con un ordenador y no como se hacían antiguamente, con complicados cálculos matemáticos de trigonometría esférica.

El resto de la mañana, la mayor parte de la tripulación, aprovechamos el tiempo para dedicarnos a la lectura, de forma que a veces, el silencio se impone sobre el rugido de las olas y el barco parece una biblioteca flotante.

Así, casi sin darnos cuenta, estamos pensando en la comida, antes de que los fogones, sabiamente manejados por Urtzi, empiecen a desprender su aroma. Él es un maestro capaz de preparar una buena comida con un poco de esto que sobró ayer y un poco de lo otro que encuentra por la nevera. Hoy toca dorado al horno. Ayer hubo suerte y pescamos dos precisos ejemplares que nos han proporcionado varios kilogramos de pescado fresco y no necesitaremos volver a intentar pescar otra vez hasta dentro de tres ó cuatro días.

Tras la comida se impone una siesta para la mayoría, si las condiciones del mar lo permiten, aunque siempre quedamos uno o dos para vigilar el barco. Es el momento que yo utilizo para hacer una segunda determinación de la posición del barco en la carta náutica midiendo la altura del sol sobre el horizonte con el sextante.

Las tardes son cortas y la noche llega enseguida, a veces tras una partida de cartas o una nueva sesión de lectura. Cuando oscurece, esas primeras horas sin luz son las peores del día porque de repente pierdes la referencias del horizonte y el barco continúa moviéndose como un corcho en un torbellino, así que hay que tener cuidado con lo que haces hasta el momento de cenar para no marearte.

Durante la cena, que suele ser ligera, nueva charla y después solemos pasar unos minutos en la popa viendo el cielo y las estrellas, escuchando el estruendo de las olas, que no han bajado de los dos metros en toda la travesía y refrescándonos un poco al aire libre antes de dormir. A la cama nos vamos pronto porque la primera guardia empieza a las diez de la noche.

Esta es nuestra rutina durante días y días, algo que pudiera parecer aburrido, pero que sin embargo no lo es porque cada día hay novedades que evitan la monotonía. Hoy, por ejemplo, nos ha empezado a fallar el piloto automático y hemos estado toda la tarde pendientes de buscar una solución para poder llagar a nuestro destino sin la necesidad de timonear a mano durante el tiempo de navegación que nos queda. Afortunadamente hemos podido cambiar la configuración electrónica del aparato y de momento sigue adelante evitándonos lo que sería un pesado trabajo. A partir de ahora tendremos que estar muy pendiente de su funcionamiento y las guardias serán algo más tensas.

Sin darnos mucha cuenta, aunque el barco sigue moviéndose como una coctelera en manos de un buen “barman”, los días van pasando y ya hemos empezado a descontar millas para llegar al Caribe y poder volver a casa, algo que ya todos deseamos porque el espíritu de aventura ha ido viéndose reemplazado por el recuerdo y la añoranza y es que llevamos ya más un mes en la mar y esto empieza a pesarnos, al menos a mí.

Nos queda menos.

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