7 de abril de 2014

José Luis Conty: a mi viaje a Camboya le debo mi libro


Si los que define al ser humano es la razón, probablemente también sea cierto que lo que nos conmueve y nos impulsa a actuar sea, en gran parte, la emoción que se esconde detrás de un rayo de luz, de un atardecer o de una mirada. A mí Camboya me entusiasmó por su riqueza en esos pequeños detalles. El abismo en los desgastados ojos de una anciana, el gesto sonriente de una joven madre, la intensa agitación de la ciudad, el incesante y alborotado tráfico de bicis y carricoches de todo tipo, el petardeo de las motos o el olor a polvo y a gasolina mal quemada apuntalaron la imagen de un país que me emocionó tanto como para acabar basando en él mi novela “Los caminos del agua”
No me esperaba esa impresión, y quizás porque viajé condicionado por las imágenes del genocidio que supuso la revolución del Jemer Rojo y por su guerra civil, pensaba encontrarme un país de gentes temerosas y desconfiadas. No fue así. Descubrí que había mucha más alegría y serenidad en las miradas que ninguna otra cosa.

Pero hablar de Camboya es hablar de Angkor Watt, de la minuciosidad de sus bajorrelieves, de la precisión y la complejidad de su arquitectura, de la grandiosidad de sus cúpulas y también de los de turistas invadiéndolo todo, amontonándose para sacar las mismas fotos o grabar los mismos videos y de la desfachatez de algunos occidentales desaprensivos subiéndose en las estatuas para captar tomas más o menos originales.
Desgraciadamente ni Sloth Yatay, el guerrillero del Jemer Rojo creado para mi novela “Los caminos del agua”, ni yo, pudimos estar solos en Angkor Watt. A los dos nos habría gustado sumergirnos con respeto y reposadamente en sus misterios. Sin prisas ni agobios.
Camboya es mucho más que su guerra civil y Angkor Watt, para mí fue, sobre todo, color. El naranja de los hábitos de los monjes, el gris de la piedra de sus templos y, más que ninguna otra cosa, el tono verde chillón que los semilleros y los plantones tiernos de arroz le dan al campo. Puede parecer pueril, incluso tópico, pero el verde de la selva, sombrío y espeso, el verde eléctrico de los arrozales y los campesinos trabajando con el agua por los tobillos son las imágenes de Camboya que más recuerdo, las que deseo y espero volver a ver.

En Camboya no solo hay color, también es ruido, bullicio, alegría, actividad incesante. No se puede volver de Camboya, de Vietnam ni de cualquier otro país del sudeste asiático sin traerte en la memoria el estrépito de sus calles o las imágenes de sus niños, unos andrajosos y vagando por las aceras y otros saliendo uniformados de las escuelas. En mi macuto se vinieron las carreras, el embrujo bullanguero y el colorido de sus mercados, centros neurálgicos de las ciudades y de mi novela. Camboya es un alboroto verde.

Y si sus mercados son agitación, en sus templos adivinaremos el silencio y la paz del Budismo. El color rojizo del templo de las mujeres y la filigrana de sus relieves no suelen dejar indiferente a ningún viajero. Tampoco las ruinas de Ta Prohm, entre cuyos restos nacen los árboles que retuercen sus troncos grises entre el gris de la piedra dotándola de vida y donde el contraste verde de un par de hojas, que surgen salvajes entre el granito, nos avisa de que la selva cálida y protectora o poderosa y terrible, forma parte de la arquitectura del templo.

Pero a mí me suele emocionar más un gesto que un templo y cuando vuelva a Camboya, que lo haré, volveré a dedicar mucho tiempo a pasear y a percibir con toda libertad y con toda la intensidad posible lo más valioso de ese país, su gente.






No hay comentarios:

Publicar un comentario

Siempre agradeceré tus comentarios.