Augusto no había dormido mal. Se había ido a la cama como casi siempre antes de las doce y también antes de que terminara la película de la tele, una aburrida serie policíaca sin ningún interés.
Se durmió pronto y al contrario que la mayoría de las noches no se había despertado a las dos o las tres de la madrugada con la sensación de no poder volver a dormirse. Quizás los sueños, que esta vez recordaba perfectamente, habían sido pesados y cargados de malos augurios, pero…
¡Qué más daba!. Al despertar ya solo eran sueños.
Despejarse le costó algo más que otros días, las imágenes que la noche le había dejado parecían agarradas a la memoria y como siempre para incorporarse y sentarse al borde de la cama había necesitado vencer la rigidez matutina que con la edad había comenzado a notar.
Sentado ya en la cama, con la luz apagada todavía, con los ojos aún cerrados, su piel sintió la humedad de la primavera antes de poder escuchar a las gotas de lluvia estrellarse contra la persiana de plástico y el goteo del agua en los canalones.
—Un día más, se dijo. Un día gris y lluvioso más.
Se sintió cansado, sin energía, como si la mañana húmeda y gris que empezaba le hubiera robado la ilusión incluso antes de empezar, antes de ducharse o de lavarse los dientes.
Salió de la habitación y antes de entrar en el baño, de refilón, vio como la luz de la cocina destacaba sobre la penumbra que ya empezaba a deshacerse con la claridad del amanecer.
Su hija ya se había levantado, así que él iba con retraso.
El buenos días que balbuceó mecánicamente fue algo parecido a un gruñido, un sonido gutural, de nivel bajo, espeso. Sin moverse, de pié frente a la puerta del baño, cerró los ojos y echó atrás la cabeza, intentando llenar de aire sus pulmones, como si quisiera coger fuerzas para poder continuar.
Aún estaba inspirando sin gana, cuando desde la cocina, por encima de la luz mortecina de la bombilla, por encima de la lluvia, por encima de gris de la mañana resonó la voz cantarina, alegre, vibrante, joven, sonora, ilusionada y fresca de su hija…
— ¡Buenos días! papá.
Augusto sonrío por dentro y por fuera. En su mente aparecieron los luminosos ojos verdes de su niña del alma, sus dientes perfectos, sus labios finos, sus cabellos de oro y todo cambió.
No necesitó esforzarse para meter una pizca más de aire en sus pulmones. Aire limpio, emoción pura.
Empezaba un nuevo día.
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