29 de abril de 2016

Navegando por aguas color turquesa.

Dejo aquí un capítulo más de la novela. En es se describe la navegación de Eduardo desde Avilés hasta Camboya, lugar donde se desarrolla la parte fundamental de la trama.



CAPÍTULO V
Navegando por aguas color turquesa


«Sé que el linaje humano está destinado a retroceder más y más
en la noche de los tiempos, antes de que vuelva a iniciarse
la ascensión sangrienta hacia aquello que llamamos civilización.»
La peste escarlata, JACK LONDON

El Merak dobló el cabo de Finisterre con un viento de unos veinte nudos franco y constante que le entraba por la aleta de babor. La marejada de popa apenas se notaba y sólo con el génova el barco conseguía una velocidad media de más de seis nudos. El piloto automático aguantaba bien y Eduardo sólo tenía que ocuparse, muy de vez en cuando, de corregir el rumbo y evitar que las redondeadas olas le desviaran de la dirección sur prevista.
La mar fue calmándose al pasar Galicia y el mismo viento favorable le acompañó por toda la costa portuguesa hasta llegar al cabo de San Vicente. Allí la brisa arreció hasta llegar a los treinta nudos, el cielo se oscureció y el tiempo empeoró; se formaron olas de dos a tres metros que hacían incómoda la navegación. El Merak avanzaba rápido y Eduardo se alegró de que tanto aquel ventarrón como la mar le empujaran hacia su destino.
Dos días después navegaba plácidamente por el Mediterráneo. La ruta marcada sobre la carta náutica apuntaba hacia Ibiza. En la vecina isla de Formentera dedicó unos días para arranchar el barco, y después parte de la primavera en conocer las Baleares de cala en cala. Córcega y Cerdeña fueron su siguiente destino, y mediado julio cruzó hacia la península itálica. Tenía mucho interés en recorrer la costa romana y sobre todo la coqueta costa amalfitana, con sus pequeñas bahías protegidas de los fríos del norte donde las casas color siena, colgadas de pendientes más o menos escarpadas, llegaban hasta el borde del azul intenso del mar. Sicilia fue el siguiente destino en su derrota y en septiembre se adentró en el Adriático hasta Croacia.
En Dubrovnik, una especie de antiguo hippy solitario se ofreció como marinero para llegar hasta Santorini, donde al parecer vivía. Se llamaba Pietro, y durante el verano tocaba la guitarra para los turistas en las terrazas junto al mar. Una tarde en la que Eduardo saboreaba la cuarta o quinta cerveza fría admirando la puesta de sol en un bar del puerto, el hombre se acercó a su mesa tocando «The Sound of Silence» y Eduardo no pudo por menos de tararear la melodía. Puede que fuera su aspecto poco habitual, con su barba, su piel curtida y su ajada ropa de navegar, o quizá la beatífica sonrisa que el alcohol dejaba en la cara del marino lo que llamó la atención del hippy, pero el caso es que Pietro se sentó a su mesa y ambos acabaron tomando unas cervezas y después unas cuantas copas. Al final acabaron navegando juntos hacia Grecia, donde pasaron un tiempo en la casa que Pietro tenía en Santorini.
Los dos congeniaron bien desde el principio; eran personas más bien calladas, reservadas en ocasiones, pero tan buenos conversadores como respetuosos con el silencio de los demás, y quizá por eso encajaban. Se entendían en inglés y, aunque hablaban poco, la confianza fue aumentando entre ellos, así que la idea no tardó en surgir. Fue Eduardo el que la propuso, y el hecho de que a Pietro le fascinaran el mar y la aventura facilitó su decisión de acompañarle durante parte de su singladura.
–Me vendría muy bien un tripulante para atravesar el océano Índico hasta Tailandia –le comentó Eduardo.
Pietro no lo dudó:
–Toda la vida he deseado hacer algo así. Tengo sesenta y cinco años y no voy a dejar pasar una oportunidad como ésta. Tailandia puede ser un buen sitio para ganar algún dinero durante la temporada de verano. Hay turistas y es lo que necesito para vender pulseras y tocar la guitarra.
–Yo también pienso que te puede ir muy bien. La idea es llegar hasta Tailandia antes de que empiece el monzón y aprovechar allí la temporada de mal tiempo para trabajar, pero primero quiero conocer las Maldivas y las islas Andamán. Teniendo en cuenta que las lluvias fuertes empiezan en abril, podemos viajar ahora por el Mediterráneo y el Mar Rojo, entrar en el Índico en noviembre-diciembre para recorrerlo hasta marzo, y llegar antes del monzón a nuestro destino. ¿Qué te parece?
–Me parece la mejor propuesta que me han hecho nunca.
Los planes quedaron trazados en pocos días y durante el tiempo que estuvieron en Santorini, entre los dos pusieron el barco a punto. Hubo que sacarlo del agua, limpiar el casco, darle patente, montar y desmontar el palo, reforzar parte de la jarcia, reparar velas y, cómo no, descansar y disfrutar de una de las islas más bellas del Mediterráneo.
Fue un mes de esfuerzo y cordialidad, un mes de trabajo hombro con hombro que le sirvió a Eduardo para confirmar que no se había equivocado escogiendo compañero de viaje, entre otras cosas, porque no había sido una decisión tomada a la ligera. Ningún marino acepta en su barco a un tripulante sin estar seguro de cómo es, de que la relación será fácil, de que es una persona en quien se puede confiar al cien por cien. Un barco es un espacio muy pequeño y al navegar el tiempo se dilata o se contrae de una forma extraña, haciendo que los problemas se multipliquen si las relaciones no fluyen con naturalidad. Si no confías, si no te encuentras a gusto con tu compañero, el viaje siempre acaba mal. No fue el caso y con el paso de los días y a medida que crecía su amistad, Eduardo adquirió la confianza suficiente para compartir parte de su historia, de sus fracasos sentimentales, de sus recuerdos. El carácter de Pietro le ayudó a vencer su natural resistencia a las confidencias, aunque nunca le permitiría a Pietro llegar a conocer todas sus dudas, todo su dolor. Era una parte de su vida que estaba vedada, un territorio difícil al que su tripulante no podría acceder.

El tiempo pasó despacio y los trabajos de puesta a punto del Merak fueron concluyendo, hasta que a finales de octubre se hicieron de nuevo a la mar para recorrer el Mediterráneo. A principios de diciembre llegaron a Port Said, la entrada al canal de Suez, y desembocaron en el Mar Rojo para iniciar la etapa más peligrosa de esta parte del viaje, que les esperaba tras el golfo de Adén.
Eduardo estaba preocupado, pues tanto esta zona del océano Índico como otras de Malasia, Filipinas e Indonesia eran aguas con abundantes asaltos de piratas que teóricamente todo velero debe evitar y por eso, a pesar de haberla estudiado a conciencia, repasó una vez más con su tripulante esta fase del crucero.
–En total son unas mil millas de navegación para salir del Mar Rojo –explicó–, y después, la friolera de mil setecientas millas hasta las islas Laquedivas, que están a sólo ciento ochenta de las Maldivas.
–¡Un mes sin pisar tierra! –exclamó Pietro, que a pesar de haberlo oído más de una vez aún no podía imaginárselo–. En cuanto a las zonas de riesgo, según tú tardaremos unos cuatro o cinco días en cruzarlas, ¿no?
–Sí –confirmó Eduardo–; como navegaremos lejos de las rutas comerciales, sólo quinientas millas serán peligrosas, así que pasaremos cuatro o cinco días en tensión, vigilando día y noche. Después, cruzaremos el Índico y tendrás tiempo suficiente hasta que toquemos tierra para hacer todas las pulseras que quieras.

A finales de diciembre, después de cruzar el canal de Suez y parte del Mar Rojo sin contratiempos, la escasez de viento les obligó a usar el motor más de la cuenta y puesto que se acercaban a Somalia decidieron hacer una parada de un par de días en Yemen para repostar y descansar.
Escogieron el puerto de Al Hudaydah, que parecía grande y seguro tanto por la arribada como por el gran tráfico de mercantes que las guías náuticas anunciaban. No se equivocaron, pero en la gasolinera para barcos locales y pesqueros pequeños se negaron a darles gasoil. Al parecer estaba prohibido suministrarlo a extranjeros, sólo los dólares que Eduardo les mostró discretamente solucionaron el problema. Y no sólo eso: por una pequeña propina se ofrecieron también a vigilar el barco mientras ellos se dirigían a la ciudad. Era perfecto, así aprovecharían para conocerla y hacer las compras necesarias para reponer la despensa del Merak con verdura, carne y fruta fresca.
Dos días después, bien pertrechados, abandonaron el puerto. Lo hicieron de noche, con las luces apagadas y procurando pasar desapercibidos por temor a los ataques de piratas. Antes del amanecer habían llegado sin percances a mar abierto y un par de semanas más tarde estaban en el mar de Arabia, a la altura de Omán, separados por unas doscientas millas de la costa más cercana y sin haber tenido más incidente que la necesidad de repostar en Yemen.
Por delante les quedaba una enorme extensión de océano hasta su próximo destino, las islas Laquedivas. Esta etapa, la más larga hasta el momento, concluyó una mañana, tras cuarenta interminables días de navegación, cuando Eduardo divisó por estribor lo que parecía tierra. Los dos estaban emocionados, alegres y expectantes. Al poco la certeza era definitiva y el GPS les confirmaba que aquella línea en el horizonte era una isla. Por fin habían llegado. Abrazos, gritos y la sensación de haber conseguido lo que se proponían se mezclaron entonces con las enormes ganas de pisar tierra firme. Para ellos, como para todos los marinos, poner los pies en el suelo se había convertido en una necesidad, un espejismo que les perseguía durante la travesía. Algo que deseas y que también temes. La madre tierra te hace sentirte definitivamente seguro, te llama, así que la sola visión de aquella isla les produjo un gozo máximo.
Poco a poco fueron apareciendo otras islas e islotes relativamente cercanos unos de otros, de modo que decidieron, después de tantos días en la mar, ir directamente a Kavaratti, la capital. Allí formalizarían la documentación de entrada y pisarían tierra por fin.
El puerto de Kavaratti es un larguísimo espigón que se adentra en la laguna, hecho con pilones de hormigón que soportan la pasarela desde donde embarcar y desembarcar mercancías y personas. El dique, bien protegido de la dureza del mar Arábigo por un cinturón de coral, les facilitó la maniobra de amarre y un buen montón de curiosos se acercó enseguida para fisgar. Eduardo y Pietro, poco acostumbrados a la gente tras muchos días solos en alta mar, se sintieron incómodos, sorprendidos. Llegaban a una isla que sabían densamente poblada, pero aquella marabunta les irritaba.
Después de arranchar el barco y cerrarlo bien, bajaron a tierra. En cuanto pusieron los pies en el suelo una tremenda sensación de inestabilidad les invadió, incitándoles a subir de nuevo en el Merak y adentrarse en la seguridad, estable para ellos, del bamboleo del mar. Pero ni el mareo que se produce al pisar tierra firme después de una larga temporada en el mar ni la multitud que les rodeaba les impidieron besar aquel suelo. Después se alejaron del puerto procurando no tambalearse demasiado.
–Los marinos tienen fama de borrachos y beben mucho, te lo aseguro –dijo Eduardo–, pero… ¿no será que cuando bajan a tierra van dando tantas eses como tú y yo ahora mismo? –concluyó, riendo a carcajadas.
–Seguro que todos estos que nos están mirando se preguntan cómo hemos conseguido llegar hasta esta isla perdida en el mar con la borrachera que llevamos –acertó a articular Pietro, entre risas y procurando no perder el equilibrio al mismo tiempo.
–Pues verás lo que pasa cuando te metes en un sitio cerrado; prepárate, porque te tendrás que sujetar a las paredes.
Se alejaron caminando, riendo y charlando sobre su deplorable aspecto, que más parecía de náufragos que de tripulantes de un velero.
Enseguida descubrieron que Kavaratti estaba superpoblada, con cabañas y casas por todas partes construidas con desorden, sin respetar en muchos casos los márgenes de las calles, invadiendo el bosque, que en su día debió de ser un paraíso natural, y sin dejar apenas espacio en toda la isla para la naturaleza salvaje. Habían llegado al edén, pero estaba atestado de gente.
Ellos, que llevaban meses prácticamente solos cruzando un océano, se encontraban ahora contentos de tocar tierra, pero un tanto aturdidos y arrepentidos de no haber desembarcado antes en cualquiera de las islas casi deshabitadas, solitarias y paradisíacas que encontraron. En sus playas de arena blanca bordeadas de palmeras que llegaban casi al borde del agua, hubieran podido disfrutar mejor ese momento de éxito y felicidad con intimidad, sin aglomeraciones, como ellos preferían estar.
Tanto tiempo en ese enorme desierto que es la superficie del mar les había vuelto más reservados. Sin embargo, entre los dos había ahora confianza y la sensación de que la mar, los peligros, las decisiones arriesgadas, las largas noches de guardia solos, pero sabiendo que el otro estaba abajo durmiendo, les había unido para toda la vida en una amistad que sabían no tendría final por muy lejos que estuvieran el uno del otro. El mar les había regalado la sensación de ser hermanos.

Arreglar los papeles de entrada les llevó toda la mañana. Después, a pesar del bullicio, se sentaron en un buen restaurante junto a la playa y, tras el ritual de tomarse un par de cervezas heladas que les supieron a gloria, disfrutaron de una buena comida a la sombra de las palmeras. La carne a la brasa, el arroz y la verdura fresca junto con un buen vino les parecieron auténticos manjares.
Durante los siguientes días conocieron otras islas menos pobladas que Kavaratti, aunque siempre con demasiados habitantes para ellos. Finalmente encontraron una islita que satisfacía todos los requisitos con los que un vagabundo del mar sueña. Tras franquear el paso al interior de un atolón de coral, fondearon frente a una preciosa playa de arena blanquísima. La isla perfecta para dos hombres solitarios que buscaban la belleza virgen de las aguas cristalinas, arena y vegetación suficiente para resguardarse del abrasador sol de mediodía. En definitiva, naturaleza salvaje y la quietud de la soledad.
Viajando de isla en isla avanzaban las semanas y prácticamente no les quedaba tiempo para conocer las Maldivas antes del monzón. Se contentaron con explorarlas de paso y, en Male, Eduardo se enteró de que en el hospital de Pattaya donde le habían asegurado un contrato para los próximos meses ya habían encontrado a otro traumatólogo, así que tras algunas gestiones consiguió trabajo en Sihanoukville, al sur de Camboya. Aquello era un contratiempo que le exigiría distanciarse de su ruta hacia Australia, pero le daba igual: no tenía ni prisa ni planes fijos.
Finalmente, tal y como estaba previsto, se separaron en Tailandia. A Pietro le gustó Phuket; llevaba una buena cantidad de material para vender a los turistas y desde allí le sería fácil regresar a Europa cuando quisiera.
La despedida no fue triste. Sabían que lo más probable era que no volvieran a verse, aunque en la mente de Eduardo flotaba la idea de regresar algún día al Mediterráneo, a Santorini. De momento, habían compartido una bonita historia. Ahora cambiaba de nuevo el guión y quién sabe adónde les llevarían sus diferentes rumbos. Sabía que la soledad sería de nuevo su compañera durante un tiempo y ya desde días antes de separarse de su amigo, el recuerdo de Paula, casi ausente durante todo este tiempo, había regresado. La perspectiva de los largos días sin Pietro le pesaba más de lo que había supuesto. Se había acostumbrado a su presencia, a su voz, a su serenidad. De Paula apenas le confió por encima su historia, de su abandono, nada. Apreciaba y confiaba en Pietro, pero su pasado era para él un territorio que sólo había compartido en una pequeña parte.

Eduardo pasó casi un mes navegando solo. Muchas veces pensó en detenerse, en olvidarse del trabajo que había conseguido y perderse en algunos de los pequeños pueblos costeros, cuyos pescadores le acompañaban con frecuencia durante millas y millas. Si no fuera porque se había comprometido para los próximos meses, porque había dado su palabra, quizá se habría establecido durante años en algún lugar perdido de aquella desconocida zona, en algún poblado de alguna remota isla sin nombre.
Finalmente, una mañana muy temprano avistó su puerto de destino, un enorme y desierto dique que protegía el muelle comercial para grandes cargueros y que no era un lugar apropiado para su pequeño velero. Se dirigió hacia la zona de playa y hoteles para los turistas, buscando algo mejor para el Merak y para él, ya que tenía la intención de vivir en su barco durante todo el tiempo que permaneciera en Camboya. Estaba tan acostumbrado a su casa ambulante que no habría sabido vivir en otro sitio.
Tuvo suerte y descubrió al comienzo del dique comercial, justo al lado de la playa, un pequeño muelle vacío cerca de uno de los edificios del puerto, donde le autorizaron a amarrar su barco. Era el muelle del edificio de administración y estaba custodiado por una pareja de antiguos marineros de cierta edad que le ayudaron con la maniobra de atraque.
Una vez las autoridades del puerto comprobaron que efectivamente venía a trabajar como traumatólogo y gracias también a la gestión de la dirección del hospital, le permitieron permanecer amarrado al pequeño dique todo el tiempo que necesitase. Allí, el Merak no sólo estaría seguro sino que, además, la pareja de viejos lobos de mar lo mantendrían limpio y cuidado. El sitio era perfecto: no estaba lejos de su trabajo y quedaba próximo a la zona de hoteles y del paseo.
Eduardo estaba contento. Solucionado el problema del amarre del barco y por tanto el de su residencia, podía empezar a preocuparse del trabajo. No iba a ser fácil adaptarse a las condiciones de un hospital tan diferente de los occidentales, así que sin la necesidad de preocuparse por el mantenimiento del Merak se sumergió de lleno en su profesión.
Pasadas dos semanas, había logrado adaptarse y se diría que había recuperado una rutina casi como la que había mantenido durante varios años en España. El sanatorio era mucho más pequeño y destartalado que los españoles en los que siempre había trabajado; aun así, los medios técnicos, las costumbres y la forma de trabajar no supusieron tanto problema como el idioma, ya que necesitaba a alguien que le tradujera constantemente del camboyano al inglés. Por suerte la enfermera camboyana que le proporcionaron cumplía esa misión a la perfección, convirtiéndose para él en una especie de sombra amable que parecía estar siempre que se la necesitaba, con una sonrisa y un respeto que a Eduardo le parecían casi exagerados. Estaba contento. Gracias a ella había conseguido trabajar a un buen ritmo en poco tiempo, y trabajo era, precisamente, lo que le sobraba.

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