20 de abril de 2016

Capítulo I de LOS CAMINOS DEL AGUA: AVILÉS, ASTURIAS.

Por fin me he decidido y voy a publicar en este blog el primer capítulo de mi novela Los caminos del agua, espero guste, especialmente a los que, como yo, aman el mar.

LOS CAMINOS DEL AGUA
José Luis Conty


CAPÍTULO I
Avilés. Asturias

«A menudo encontramos nuestro destino
por los caminos que tomamos para evitarlo.»
JEAN LA FONTAINE

«Los hombres lloran porque las cosas
no son lo que debían ser.»
Calígula, ALBERT CAMUS


Eduardo llegó a Sihanoukville, en Camboya, después de navegar durante meses cruzando el Mediterráneo primero y el Índico después.
Inició su viaje alrededor del mundo un día fresco y soleado de abril. No quiso despedidas y no tuvo que esforzarse en prohibirlas; sólo su hermano y los escasos amigos que aún le quedaban contravinieron sus deseos y se reunieron junto al faro, en la bocana de la ría de Avilés, para animarle mientras se adentraba en mar abierto con su velero.
La tarde anterior a su partida los más íntimos le organizaron una pequeña fiesta que debería haber sido divertida, pero en las gargantas, tras la pasajera alegría de las burbujas del cava, predominó el sabor amargo del licor y una sensación de huida, ácida y triste. En el ánimo de todos flotaba la idea de persuadir a Eduardo para que se quedara, convencerle de que Elena, su mujer, volvería con él, pero nadie se atrevió a intentarlo y en el ambiente creció la sensación de fracaso y de tristeza general.
Tras la fiesta, Eduardo no permitió que fueran a despedirle al pantalán, aunque la mañana en que se marchó recibió con agrado la sorpresa de los cláxones, los pitidos, los gritos y la pancarta de apoyo de los que se reunieron sobre los riscos de San Juan de Nieva para desearle suerte. Después los vítores desaparecieron ahogados por el ruido monótono del mar y, poco a poco, la distancia hizo que las figuras del acantilado fueran confundiéndose con las rocas hasta perderse en la lejanía.
Pensó en dar la vuelta y regresar. Se le encogió el estómago. Dudó. Una mezcla de sentimientos le asaltaban; miedo, nerviosismo, inseguridad, excitación, tristeza, quizá nostalgia, y el recuerdo de la voz y el rostro de Paula, a la que aún amaba, explicándole por qué no podían continuar viéndose.
Su mente rechazó la imagen de su amante, se repuso y le gritó al viento:
–¡Adiós!, ¡adiós! –Y después, mirando al frente, se animó a sí mismo–: ¡Vamos, vamos! ¡Larga más el génova, amolla la mayor, caza la contra, larga escota, deja que el viento te empuje! –Desplegó toda la vela y volvió a gritar muy alto, ahora con rabia, apretando los dientes–: ¡Vamos allá! ¡Adelante! ¡Adelante! ¡Adelante!

Comenzó así una aventura que tenía principio, pero a la que ni él mismo le había puesto final. Nada le ataba, no tenía hijos, su mujer y su amante le habían abandonado y sus padres habían muerto, por lo que podría regresar después de navegar durante unos años o quedarse a vivir en alguna isla o en cualquier otro lugar.
El viaje que ahora iniciaba –navegar, dar la vuelta al mundo en su barco– había sido siempre una ilusión, una aventura lejana y mítica. Pero finalmente, después de que Elena se fuera sin dejarle ni siquiera una simple nota de despedida, la idea que durante tantos años había considerado casi como un sueño comenzó a tomar forma y a transformarse en realidad.
No esperaba la ruptura de su matrimonio, pero tampoco le extrañó. Hacía años que la relación había empeorado y las discusiones, al principio frecuentes, habían dejado paso a la frialdad entre los dos, de manera que, de no haber sido ella, habría sido él, tarde o temprano, el que decidiera terminar definitivamente con una convivencia sin sentido.
Le dolió su marcha, pero tenía la certeza de que el principal culpable de aquel fracaso era él. Él, y la mala suerte de haber vuelto a encontrar a Paula después de tanto tiempo. Un encuentro que acabó como tenía que acabar: con la pasión desenfrenada de las escapadas a escondidas a la playa, con el recuerdo de aquel amor de juventud y, finalmente, con la negativa de Paula a continuar su idilio, ahora con la disculpa de que estaba casada y tenía una hija.
Para no volver a perderla Eduardo habría abandonado inmediatamente a Elena si Paula se lo hubiera pedido, pero ella no lo hizo y él volvió a su casa con su mujer, como quien vuelve a la rutina, sin esperanzas, sin saber qué otra cosa podía hacer salvo regresar a la seguridad que supone lo conocido y continuar como hasta entonces.
Nunca llegó a saber si Elena se enteró de su infidelidad, pero si no lo supo, su intuición femenina, los silencios y el ambiente cada vez más agrio y cortante entre los dos acabaron por poner fin a un matrimonio que desde hacía tiempo estaba abocado a la separación.
Eduardo se quedó solo y eso era justamente lo único que deseaba después del rechazo de Paula: estar solo.
Siempre había sido un ser solitario, poco comunicativo, y su carácter distante y un tanto áspero le había acarreado la fama entre sus conocidos de ser una persona difícil de tratar, escasamente accesible, aspecto que se acrecentó tras el abandono de Elena y se acentuó más aún cuando se enfrascó en la puesta a punto del Merak, su barco, para cumplir el sueño de navegar alrededor del mundo, de conocer nuevas culturas, de vivir cada día sin saber cómo iba a ser el siguiente, ni dónde acabaría la semana o el año. En definitiva, volver a vivir en lugar de ver pasar la vida, terminar con su existencia actual que le hacía sentirse encapsulado, previsible, sin emociones, abocado a perder la perspectiva mientras dejaba que cada día transcurriera igual que el anterior, que cada semana fuera parecida a la siguiente, y a continuar cada mes, cada año, con la sensación de que la vida pasaba para él sin entusiasmo.
Así pues, no le costó decidirse. En el fondo llevaba tiempo preparándose para esta aventura y el abandono de Elena y el rechazo de Paula le facilitaron la decisión. Sólo su hermano Ernesto le había hecho dudar tratando de convencerle, una vez más, para que se lo pensara mejor.
–Eduardo –le había dicho–, tú y yo nunca hemos tenido mucha confianza, es como si existiera entre los dos demasiada distancia; pero me gustaría hablar contigo no como tu hermano, sino como amigo, como hombre o como lo que tú quieras, si es que me lo permites.
Eduardo le escuchó pensando que, cuando se marchara, tardaría mucho en volver a verle, que Ernesto merecía su atención y no sus protestas, así que no le interrumpió como otras veces, aunque tampoco dejó de ordenar las provisiones que estaba almacenando.
–No tengo miedo por ti y confío en tu capacidad y en tu prudencia como navegante –-continuó Ernesto–. Sé que toda tu vida has deseado dar la vuelta al mundo y no es eso lo que me preocupa. Lo que pretendo es que te lo pienses, que te preguntes una vez más por los motivos, sólo una vez más.
Hizo una pausa para resaltar el siguiente razonamiento. Eduardo, arrodillado de espaldas, continuaba guardando latas de comida en cajas de cartón. A Ernesto no le hizo falta que se volviera para mirarle, ni tampoco lo quería: sabía que sus palabras no caían en saco roto.
–Sé que te has decidido después de estudiarlo bien –continuó–. Eres libre de hacer con tu vida lo que quieras, pero esa libertad supone reflexión. Piensa que todo lo que hagas, que todas tus decisiones determinan tu existencia futura. Te determinan a ti, y de eso no puedes escapar.
A pesar de responderle con una nueva negativa a retrasar sus planes, Eduardo sabía que su hermano tenía razón. Era consciente de que no era realmente libre, de que su pasado y los rechazos de Paula y de Elena estaban ofuscando su mente y de que el despecho y el resentimiento, más que el deseo de aventura, eran los que le empujaban a realizar este viaje. No era la primera vez que lo analizaba, que se sentía privado de libertad por esa sensación plomiza que entorpecía su razón.
«Pero si no soy libre –pensaba¬–, ¿qué responsabilidad puedo exigirme a mí mismo? ¿No es el viaje mi forma de alcanzar la libertad?»
Fuera como fuese, aunque surgieran las dudas, la decisión había sido firme desde un principio y, una vez tomada, las cuestiones técnicas y de planificación fueron ganando terreno día a día a la incertidumbre de sus motivos.

Tardó varios meses en preparar el viaje y casi todo su trabajo se centró en acondicionar el Merak, un velero de doce metros sólido y robusto que había comprado hacía años y en el que navegaba con frecuencia. Se trasladó a vivir al barco, vendió el coche y el piso para poder financiar su proyecto y se entregó en cuerpo y alma a su reestructuración y adaptación para las largas travesías.
Durante este tiempo, no sólo su carácter se volvió más austero, también su cuerpo fue cambiando con las duras tareas de acondicionamiento del Merak y con el sacrificio que le supuso compatibilizarlas con su trabajo como médico en el hospital. La vida sedentaria le había hecho coger peso, pero la incipiente barriga fue desapareciendo gradualmente y su constitución atlética y el esfuerzo acabaron por moldear unas piernas y unos brazos musculosos y fuertes. Perdió grasa y bajó hasta los ochenta kilos de peso, que con su casi metro ochenta de estatura y un tórax ancho y fuerte, le daban un aspecto recio y rocoso. Su piel se acostumbró poco a poco al aire libre. Los largos días de trabajo en la cubierta le proporcionaron un buen bronceado y consiguieron que el aspecto moreno y curtido de los hombres de la mar hiciera desaparecer, definitivamente, gran parte del contraste que antes había entre su tez clara y el pelo casi negro.
Las reparaciones del Merak para poder realizar travesías oceánicas y además vivir en él ocuparon durante ese tiempo su mente. Eduardo era meticuloso en los detalles y constante en el trabajo diario al que se dedicaba en cuerpo y alma, robándole tiempo y atención a sus ocupaciones como traumatólogo.
Necesitó esforzarse al máximo para conseguir su objetivo, y su concentración casi obsesiva en los arreglos del barco apenas le dejaba huecos para pensar en algo que no fueran motores, bombas de achique o electrónica naval, cosa que agradecía, porque últimamente le asaltaba demasiado a menudo el recuerdo de Paula. Procuraba evitar pensar en ella, pero aun así, muchos días, la imagen de su cara, de sus ingles apretadas bajo el biquini, de los hoyuelos de su cintura o de sus pechos desnudos, provocativos, que continuaba deseando, le producía dolor. Cada vez que esto ocurría, le costaba evitar que se le escaparan las lágrimas en la soledad de su camarote. Trataba de pensar lo menos posible en ella, bloquear esos sentimientos contradictorios que mezclaban el deseo, el amor, la ausencia y el resentimiento por su negativa a continuar su relación.
En Elena pensaba menos. No la amaba y, tras su abandono, la idea de imaginarla en brazos de otro hombre apenas le hería en su orgullo. Pero sobre todo no podía evitar la tristeza, la sensación de fracaso, de desengaño que le habían producido sus fallidas relaciones con las dos mujeres de su vida.
Para sentirse mejor utilizó conscientemente su obsesión por el trabajo. Pensó que primero los meses de exigente preparación, y después los largos días navegando, le obligarían a concentrarse, ayudándole a olvidarlas poco a poco. Sabía que cuando se navega a vela, en contra de lo que pudiera parecer, uno casi siempre está centrado en la mar. El barco y todo aquello que sucede en el entorno del océano y del viaje te aísla más del mundo que la distancia física con la tierra. Hay que estar pendiente, sobre todo, de interpretar los sonidos normales o no de la jarcia, de la correcta orientación de las velas, de las predicciones meteorológicas, de la radio, estudiar la mar, las olas... El tiempo lo ocupan las reparaciones, pequeñas o grandes, pescar, conocer la especie de pájaros que te encuentras, controlar los cargueros que se cruzan, observar la costa si estás cerca, trazar la derrota y calcular la posición del navío o anotar las incidencias en el cuaderno de bitácora. Todo lo que rodea al marino le envuelve y, aunque parezca extraño, llega un momento en que la mar y el barco abstraen a los navegantes solitarios empapándoles de un ritmo de vida y de unas rutinas propias del mismo mar, de la soledad y del viaje que hacen que el tiempo pase rápido. Se duerme muy poco, se trabaja mucho y se echa de menos la tierra, la firme seguridad del malecón. Se desea más que ninguna otra cosa llegar a puerto y al mismo tiempo se teme desembarcar, perder la sensación de acoplamiento con el océano, con la nave.
Esperaba que el propio viaje y todo lo demás no le ofrecieran ocasiones de pensar en su vida anterior, en lo que había perdido y en lo que dejaba atrás.
«Otra cosa será cuando esté en tierra –imaginó–. Entonces tendré más tiempo sin ocupar y todo se parecerá más a la vida que he llevado hasta ahora.»
Pero creía que conocer nuevos países, su historia, su cultura, la vida de sus gentes, sería apasionante y había decidido ocupar su tiempo en escribir un libro que reflejara toda su aventura marina, las costumbres, personas y paisajes de las tierras que iría conociendo.
Repasó mentalmente el itinerario previsto que, en contra de lo que suele ser habitual, le llevaría de Occidente a Oriente por todo el Mediterráneo durante cinco o siete meses, quizá más, sin prisas, como tiene que ser una vuelta al mundo. Atravesaría el canal de Suez, bordearía la península Arábiga alejándose al máximo de la costa de Somalia, para continuar hacia las Maldivas cruzando el océano Indico, navegando siempre muy al norte para evitar así los posibles asaltos de los piratas.
Después pensaba trabajar como médico durante unos meses en Tailandia, para conseguir algo de dinero y poder seguir viaje por Malasia e Indonesia hasta Australia y Nueva Zelanda. Quizás aquí también se detuviera un tiempo, pero el segundo punto marcado en la derrota del Merak, y éste para detenerse sin límite, eran Polinesia y el resto de las islas del Pacífico. Continuar hasta el origen cerrando la vuelta al mundo no era la meta: lo importante era el propio viaje, y estaba previsto que se prolongara varios años.

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