4 de diciembre de 2013

Naufragio en Luarca. Parte II.
Con desconfianza al principio, pero cada vez más animados gracias al licor suministrado con presteza por el camarero, los dos pescadores comenzaron a relatar los extraños sucesos que, según ellos, acontecían en la zona oeste de Luarca.
El mayor tendría unos setenta años, la piel de la cara era como un cuero cobrizo arrugado por el sol y la sal. En sus ojillos negros bailaban las chispas que atestiguaban la viveza de su inteligencia y sus manazas callosas y secas aplastaban con su peso un gorro de lana que solo soltaba para llevarse el vaso de ron a los labios.
—Según dicen, —empezó— hace unos meses, un desconocido vino a depositar las cenizas de una mujer a la playa. Al parecer eran las de su mujer y cuentan, que si las trajo aquí, fue porque hasta hacía unos años los dos pasaban con frecuencia los fines de semana en Barayo.
Xuan, el otro pescador, apenas le dejó terminar.
—Esa playa la conocemos todos y en ella se descargaba mucho contrabando hace años, por eso la Guardia Civil patrullaba la zona por las noches y conocían bien a la pareja. Para llegar hasta la arena el camino es muy malo, ¿sabe?, —dijo dirigiéndose a mí—  pero  de una manera u otra ellos conseguían bajar con una camioneta acondicionada hasta una zona de pinos que hay  entre las dunas para pasar el fin de semana, así que los “picoletos”, como les conocía, les dejaban tranquilos.
El más joven hablaba despacio, arrastrando el final de las palabras y sin duda carecía de la inteligencia de su compañero. Movía con tanta lentitud la cabeza que me pareció pesada tanto en kilos como en reflejos y al pelo, cortado casi a cepillo, le seguían las arrugas de una frente estrecha. Sus ojos, sin embargo, también negros, pero grandes y brillantes mostraban  una determinación y seguridad que los movimientos lentos y tranquilos de un corpachón enorme parecían reafirmar.
—Bueno, —continuó el más veterano— esto fue hace tiempo y el caso es que, por lo que cuenta el Sargento de la Benemérita, no se les había vuelto a ver,  hasta que hace unos meses apareció el hombre para traer las cenizas.
 Hizo una pausa para  apurar el ron que le quedaba en el vaso, y mientras el camarero se lo rellenaba de nuevo, continuó.
—Dice que una tarde volvió a ver al hombre, solo, sentado en la playa, junto a la ría, y vio que entre las manos tenía una urna de las que se utiliza para las cenizas después de una incineración. Aunque no sé, —dudó— quizás el sargento se ría de nosotros.
El tal Xuan, viendo que el camarero estaba dispuesto a servir otra ronda gratis, apuró el vaso de un solo trago y lo dejó, casi con descaro sobre la mesa, cerca de la botella. Después miró al viejo y, cogió el relevo en la conversación.
—El caso, señor, es que desde entonces han pasado cosas muy extrañas en Barayo. Yo no he visto nada, pero si puedo, evito pasar por allí, y menos con la lancha.
Los dos pescadores, el viejo más cauteloso,  se alternaron hablando de luces en el mar, de corrientes, de voces que se oían entre las peñas del cabo llamando a los pescadores, de que la pesca había desaparecido…
El nivel los vasos anunciaba el final de la tercera ronda y el camarero se refería a lo que él había oído en el bar, al tiempo que los rellenaba de nuevo.
—Pepe, el del Rafa, contó aquí que en una ocasión, volviendo de colocar las nasas en punta Barayo, vio una lengua de puntitos de luz en el agua, que venía de la ría, envolvía su lancha y la movía hacia la costa. Dice que él no oyó voces, pero que sintió como una corriente de gran fuerza le llevaba hacia la orilla. Y el Rubio—siguió—, un día que estaba como una cuba, también hablaba de unas luces pequeñitas y centelleantes, como una estela que lo guiaban hacia las rocas directamente.
A esas alturas de la noche yo tenía claro que algo pasaba en la zona, pero también que debía de haber una explicación lógica y que mucho de lo que contaban, debía de tener que ver más con la imaginación y con la tendencia de las gentes de la mar a exagerar e inventar, que con la realidad, así que intervine introduciendo una duda razonable.
—Y, esas luces, ¿no podrían ser  la fosforescencia típica de la mar cuando está en calma?, —les comenté un tanto escéptico.
—Puede ser, —dijo el viejo—  sin aventurarse a más.
El otro, menos precavido, se sintió retado.
—Y… ¿Cómo se explica entonces esa atracción que todos sienten y que hace que sus barcos noten una extraña corriente que nunca ha habido?, —pregunto casi desafiante.
—Eso —apuntó el camarero—. Además, todos hablan de voces de mujer, que llaman por su nombre a los pescadores y por si fuera poco, allí, nadie pesca ya nada. Las nasas salen siempre vacías.
Su mirada maliciosa  me hizo pensar que  entre la picardía y el alcohol pretendía estimular las confidencias de los dos marineros.   
—Los bañistas dicen, que en la desembocadura de la ría, se ve con mucha frecuencia una nutria y, aquí nunca ha habido nutrias, y… menos tan cerca del agua salada —continuó.
El más joven lo confirmó con vehemencia.
—Es verdad yo la he visto, y el sargento también, y se niega a patrullar de noche. Asegura que ha visto las luces en el agua y que por allí no va aunque le echen del Cuerpo. Que de día, vale, pero de noche, ni loco.
El coraje con el que el tal Xuan se expresaba debió de haberme hecho callar. No lo hice y comenté que en Galicia había casos muy parecidos y que en realidad se trataba de una estratagema de los contrabandistas para poder meter los fardos de coca sin problemas.
—Aquí casi no hay contrabando ya, hombre —terció casi de mal humor el marinero más joven—. Aquí solo mandan a la guardia civil a patrullar, para que tengan algo que hacer y no se emborrachen el bar.
Su compañero, escamado, se levantó para irse esquivando la charla con una afirmación contraria a todo lo dicho hasta el momento.
—Tonterías, —replico—. Yo, me creo la mitad de la mitad. Tanta luz y tanta voz de mujer me suena a cuento.
Nos fuimos todos con él y en cuanto llegué a mi camarote me arrebujé entre las mantas. Minutos después las olas me acunaban ayudándome a conciliar el sueño.
Dos días más tarde llegué a San Sebastián sin problemas y si bien es cierto que mi escepticismo me impedía creer todo lo que me habían contado, no podía olvidar que a mí, sin que hubiera nadie en el muelle, una luz me había indicado el camino para librarme de las rocas.
Aquel recuerdo me acompañó durante algún tiempo. Después el trabajo y la vida diaria lo colocaron en el cajón del olvido.
Unos meses más tarde, durante un viaje de trabajo…
Continuará.

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