Queridos lectores, finalmente y aunque
con un pequeño retraso, cuelgo la tercera y última parte de este primer relato,
el único de los que he escrito que se puede clasificar como fantástico. Espero que os guste.
Habrá más.
Y… NAUFRAGIO EN LUARCA III
Unos meses más tarde pasé de nuevo por
Luarca, esta vez en coche, y decidí quedarme a dormir allí. Cené en un
restaurante junto al mar y después, recordando aquella noche en la que salvé la
vida, me acerqué a la taberna del puerto.
Reconocí inmediatamente al camarero,
un tipo alto y desgarbado, de ojos enormes, tristones y pelo cano, que se
balanceaba cambiando alternativamente el peso de la pierna izquierda a la
derecha mientras limpiaba con desgana el mostrador del bar. Enseguida me di
cuenta de que ante la escasez de clientes estaba dispuesto a matar el tiempo
charlando conmigo, o a que entre los dos vaciáramos la botella que había dejado
sobre la barra. Puede que a las dos cosas. Yo tampoco tenía nada mejor que
hacer y como él todavía se acordaba de mí y de nuestra conversación con los dos
pescadores del verano pasado, le pregunté si continuaban apareciendo luces en
la mar.
—La misma noche que usted llegó,
—empezó— hubo un naufragio en la playa
de Barayo. No se sabe muy bien lo que pasó, pero al día siguiente apareció
entre las rocas un pequeño velero embarrancado. Fue bastante raro, porque ni
hubo mensajes de socorro, ni llamadas de radio, ni se encontró a nadie, ni
muerto, ni vivo. La balsa salvavidas y los chalecos estaban en sus tambuchos y
tampoco han reclamado el barco hasta ahora, que por cierto, es aquel que está
sobre caballetes en la explanada, ¿lo ve usted?
En efecto, bajo una farola se veía un
velero, al parecer en bastante buen estado. Según me dijo, solo algunos rasponazos
y muescas en el costado de babor, junto con algún daño más en la quilla,
indicaban que había sufrido algún percance.
—El barco, —siguió el camarero— estaba
a nombre de un comerciante de Gijón, soltero y sin familia que ha desaparecido.
Se sospecha que se ahogó aquella noche, pero como le he dicho, nunca
encontraron el cuerpo.
Los clientes le interrumpieron en un
par de ocasiones, pero él siempre se las arreglaba para limpiar casualmente el
trozo de la barra frente al que yo estaba sentado y aprovechaba esa
circunstancia para retomar su relato, servirse un dedo de ron y tomárselo
conmigo. Hubo un momento en que dudé si lo que pretendía era contarme aquella
historia o vaciarme los bolsillos poniéndome una copa tras otra.
—Pues el caso es que desde entonces,
—continuó en cuanto le dejaron libre—las luces solo se volvieron a ver en
contadas ocasiones y, pásmese, habían cambiado
ya no atraían a los barcos hacia las rocas, ni causaban miedo, sino que avisaban y ayudaban a los marineros cuando
estaban en peligro y hasta dicen que se habían vuelto dulces y mucho más
brillantes. Después, ya hace meses, desaparecieron definitivamente.
—Y ahora que lo pienso, —me dijo
achicando los ojos— quizás usted fuera el primero al que las luces ayudaron.
—Otra cosa ha cambiado —continuó—,
antes no se pescaba nada, pero desde que desaparecieron las luces el marisco
abunda en la zona, las nasas salen siempre con andaricas, centollos y hasta
algún bugre. Y, oiga, se han vuelto a recoger percebes.
A la taberna continuaron llegando los
parroquianos. Empezaba a sentirme mareado y pensé que, o me iba ya, o acabaría
como el camarero, balanceándome y haciendo eses hasta llegar al hotel, así
que en cuando noté que se me empezaba a
trabar la lengua me fui a la cama.
Si hacía meses, en mi primera noche en
Luarca, había dormido espléndidamente acunado por las olas, esta segunda vez,
un poco alterado por las confidencias del barman, no conseguí pegar ojo hasta el amanecer a
pesar la media botella de ron que me bebí con él y de la comodidad de Villa
Argentina, un precioso palacio de indianos rehabilitado como hotel.
Por la mañana, camino de Vivero, en
cuanto vi en la carretera la desviación a Barayo no lo dudé y me detuve. El
camino estaba impracticable y decidí
bajar a la playa dando un paseo sin prisas. El sol, la soledad, la
tranquilidad y el verde del paisaje se habían puesto de acuerdo aquella mañana
para que el sendero que discurría
paralelo a los meandros de una ría me pareciera idílico. Frente a mí, una gran
duna cubierta de pinos defendía el valle del viento y del mar. Al otro lado de
la duna estaba la playa, un arenal gris de kilómetro y medio de largo y, en su
extremo, la desembocadura de la mencionada ría.
Aquel día las olas llegaban altas,
pero claras y mansas hasta la arena. No había nadie, estaba solo en aquel
bellísimo lugar y caminando por la playa,
sentí una sensación de placer y
relajación como pocas veces he sentido en mi vida.
Admiraba el azul intenso del mar, el
contraste con la rocas negras, espigadas y verticales, que como dientes de
sierra surgían entre la espuma, cuando vi que algo se movía en el pequeño
estuario. Me pareció un perro pequeño.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo y
se me erizó el pelo de la nuca. No era un perro, era la inconfundible silueta
de una nutria que entraba y salía del agua jugueteando al final de la ría, tal
y como me habían contado los pescadores.
Me agaché instintivamente para no
espantar al animal y entonces, a mi derecha, de entre las crestas de las olas,
un alcatraz magnífico salió volando en dirección a la ría. Su vuelo era
elegante y ágil. Un planeo perfecto rozando el agua con el extremo de sus alas.
Me quedé allí parado viendo a los dos
animales, sintiendo que aquel era un instante perfecto y profundo; poderoso, de
esos que pretendes se vuelvan eternos, y apenas me sorprendí cuando vi que el
alcatraz se posaba tranquilamente en el agua, cerca del mamífero. Después, me
pareció que los dos empezaron a jugar entre las olas que llegaban mansamente a
la ría.
Ante un hecho tan insólito quise
comprender, al menos a mí manera, la historia que los marineros contaban.
Seguramente no sea cierto, pero yo,
prefiero creerla así. Imaginé que el marino del barco que se hundió el día que
llegué a Luarca, había vuelto allí, enfermo, para terminar sus días en la playa
donde había depositado las cenizas de su amada y ahora, por fin, los dos
estaban juntos de nuevo.
Pensé que las luces que se veían antes
de que yo llegara, emanaban de las
cenizas de aquella mujer mezcladas con la arena y el agua. Eran como
estrellas que buscaban a su amante.
Después, cuando los restos de ambos se reunieron en fondo, la luz de las
cenizas, en vez de atraer a los marinos hacia la playa y las rocas, empezaron a
ayudarlos a regresar sanos y salvos a sus casas. La nutria y el alcatraz por
fin estaban juntos de nuevo.
Es muy probable que unos sucesos tan
extraños tengan una explicación más razonable, pero yo preferí creer esta.
Ustedes, crean lo que quieran, pero si
alguna vez pasan por Barayo, sean cuidadosos, respeten las marismas, las
dunas, los pinares, cuídenlos y disfruten de una playa aún salvaje. Y cuando
estén tumbados en la arena, si no ven una nutria o un albatros entre las olas,
imagínenselos como yo lo hice. Quizás eso nos ayude a pensar que para vivir, es necesario
imaginar historias.
Muy bueno Conty. Sigue escribiendo cosas nuevas que aquí tienes un fiel lector, dispuesto a invitarte a ron si te fallara la inspiracion.
ResponderEliminarPara cuando me falte, lo imprescindible es la amistad. Y si los buenos amigos se acompañan de ron, mejor. Gracias por tus ánimos.
ResponderEliminar