11 de diciembre de 2013


Queridos lectores, finalmente y aunque con un pequeño retraso, cuelgo la tercera y última parte de este primer relato, el único de los que he escrito que se puede clasificar como fantástico.  Espero que os guste.
Habrá más.
 
 
Y… NAUFRAGIO EN LUARCA III
 
Unos meses más tarde pasé de nuevo por Luarca, esta vez en coche, y decidí quedarme a dormir allí. Cené en un restaurante junto al mar y después, recordando aquella noche en la que salvé la vida, me acerqué a la taberna del puerto.
Reconocí inmediatamente al camarero, un tipo alto y desgarbado, de ojos enormes, tristones y pelo cano, que se balanceaba cambiando alternativamente el peso de la pierna izquierda a la derecha mientras limpiaba con desgana el mostrador del bar. Enseguida me di cuenta de que ante la escasez de clientes estaba dispuesto a matar el tiempo charlando conmigo, o a que entre los dos vaciáramos la botella que había dejado sobre la barra. Puede que a las dos cosas. Yo tampoco tenía nada mejor que hacer y como él todavía se acordaba de mí y de nuestra conversación con los dos pescadores del verano pasado, le pregunté si continuaban apareciendo luces en la mar.
—La misma noche que usted llegó, —empezó—  hubo un naufragio en la playa de Barayo. No se sabe muy bien lo que pasó, pero al día siguiente apareció entre las rocas un pequeño velero embarrancado. Fue bastante raro, porque ni hubo mensajes de socorro, ni llamadas de radio, ni se encontró a nadie, ni muerto, ni vivo. La balsa salvavidas y los chalecos estaban en sus tambuchos y tampoco han reclamado el barco hasta ahora, que por cierto, es aquel que está sobre caballetes en la explanada, ¿lo ve usted?
En efecto, bajo una farola se veía un velero, al parecer en bastante buen estado. Según me dijo, solo algunos rasponazos y muescas en el costado de babor, junto con algún daño más en la quilla, indicaban que había sufrido algún percance.
—El barco, —siguió el camarero— estaba a nombre de un comerciante de Gijón, soltero y sin familia que ha desaparecido. Se sospecha que se ahogó aquella noche, pero como le he dicho, nunca encontraron el cuerpo.
Los clientes le interrumpieron en un par de ocasiones, pero él siempre se las arreglaba para limpiar casualmente el trozo de la barra frente al que yo estaba sentado y aprovechaba esa circunstancia para retomar su relato, servirse un dedo de ron y tomárselo conmigo. Hubo un momento en que dudé si lo que pretendía era contarme aquella historia o vaciarme los bolsillos poniéndome una copa tras otra.
—Pues el caso es que desde entonces, —continuó en cuanto le dejaron libre—las luces solo se volvieron a ver en contadas ocasiones y, pásmese, habían cambiado  ya no atraían a los barcos hacia las rocas, ni causaban miedo, sino que  avisaban y ayudaban a los marineros cuando estaban en peligro y hasta dicen que se habían vuelto dulces y mucho más brillantes. Después, ya hace meses, desaparecieron definitivamente.
—Y ahora que lo pienso, —me dijo achicando los ojos— quizás usted fuera el primero al que las luces ayudaron.
—Otra cosa ha cambiado —continuó—, antes no se pescaba nada, pero desde que desaparecieron las luces el marisco abunda en la zona, las nasas salen siempre con andaricas, centollos y hasta algún bugre. Y, oiga, se han vuelto a recoger percebes.
A la taberna continuaron llegando los parroquianos. Empezaba a sentirme mareado y pensé que, o me iba ya, o acabaría como el camarero, balanceándome y haciendo eses hasta llegar al hotel, así que  en cuando noté que se me empezaba a trabar la lengua me fui a la cama.
Si hacía meses, en mi primera noche en Luarca, había dormido espléndidamente acunado por las olas, esta segunda vez, un poco alterado por las confidencias del barman,  no conseguí pegar ojo hasta el amanecer a pesar la media botella de ron que me bebí con él y de la comodidad de Villa Argentina, un precioso palacio de indianos rehabilitado como hotel.
Por la mañana, camino de Vivero, en cuanto vi en la carretera la desviación a Barayo no lo dudé y me detuve. El camino estaba impracticable y decidí  bajar a la playa dando un paseo sin prisas. El sol, la soledad, la tranquilidad y el verde del paisaje se habían puesto de acuerdo aquella mañana para que  el sendero que discurría paralelo a los meandros de una ría me pareciera idílico. Frente a mí, una gran duna cubierta de pinos defendía el valle del viento y del mar. Al otro lado de la duna estaba la playa, un arenal gris de kilómetro y medio de largo y, en su extremo, la desembocadura de la mencionada ría.
Aquel día las olas llegaban altas, pero claras y mansas hasta la arena. No había nadie, estaba solo en aquel bellísimo lugar y caminando por la playa,  sentí una sensación de placer y  relajación como pocas veces he sentido en mi vida.
Admiraba el azul intenso del mar, el contraste con la rocas negras, espigadas y verticales, que como dientes de sierra surgían entre la espuma, cuando vi que algo se movía en el pequeño estuario. Me pareció un perro pequeño.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo y se me erizó el pelo de la nuca. No era un perro, era la inconfundible silueta de una nutria que entraba y salía del agua jugueteando al final de la ría, tal y como me habían contado los pescadores.
Me agaché instintivamente para no espantar al animal y entonces, a mi derecha, de entre las crestas de las olas, un alcatraz magnífico salió volando en dirección a la ría. Su vuelo era elegante y ágil. Un planeo perfecto rozando el agua con el extremo de sus alas.
Me quedé allí parado viendo a los dos animales, sintiendo que aquel era un instante perfecto y profundo; poderoso, de esos que pretendes se vuelvan eternos, y apenas me sorprendí cuando vi que el alcatraz se posaba tranquilamente en el agua, cerca del mamífero. Después, me pareció que los dos empezaron a jugar entre las olas que llegaban mansamente a la ría.
Ante un hecho tan insólito quise comprender, al menos a mí manera, la historia que los marineros contaban. Seguramente  no sea cierto, pero yo, prefiero creerla así. Imaginé que el marino del barco que se hundió el día que llegué a Luarca, había vuelto allí, enfermo, para terminar sus días en la playa donde había depositado las cenizas de su amada y ahora, por fin, los dos estaban juntos de nuevo.
Pensé que las luces que se veían antes de que yo llegara, emanaban de las  cenizas de aquella mujer mezcladas con la arena y el agua. Eran como estrellas  que buscaban a su amante. Después, cuando los restos de ambos se reunieron en fondo, la luz de las cenizas, en vez de atraer a los marinos hacia la playa y las rocas, empezaron a ayudarlos a regresar sanos y salvos a sus casas. La nutria y el alcatraz por fin estaban juntos de nuevo.
Es muy probable que unos sucesos tan extraños tengan una explicación más razonable, pero yo preferí creer esta. Ustedes, crean lo que quieran, pero si  alguna vez pasan por Barayo, sean cuidadosos, respeten las marismas, las dunas, los pinares, cuídenlos y disfruten de una playa aún salvaje. Y cuando estén tumbados en la arena, si no ven una nutria o un albatros entre las olas, imagínenselos como yo lo hice. Quizás eso nos ayude a pensar que para vivir, es necesario imaginar historias.
 

2 comentarios:

  1. Muy bueno Conty. Sigue escribiendo cosas nuevas que aquí tienes un fiel lector, dispuesto a invitarte a ron si te fallara la inspiracion.

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  2. Para cuando me falte, lo imprescindible es la amistad. Y si los buenos amigos se acompañan de ron, mejor. Gracias por tus ánimos.

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