17 de febrero de 2014

Relato: "Tista". Segunda parte.

A la mañana siguiente la posadera nos trajo para desayunar tostadas de pan de hogaza, té, café y leche caliente. Tan callada y sonriente como su marido tendría al menos diez o quince años menos que él. Se la veía joven, bajita y regordeta. De pelo y ojos castaños. Vestía pantalón vaquero y jersey de lana gris de cuello alto modernos, pero que en absoluto ocultaban que era una mujer del campo, una montañesa risueña, de mejillas coloreadas de rojo por el calor de la lumbre durante las noches de invierno. Las zapatillas de felpa a cuadros con las que se calzaba, las madreñas que había en la puerta de su casa y el pelo recogido en un moño escaso contribuían a proporcionarle una imagen casta y poco sensual. Solo sus ojos, vivos y brillantes hacían pensar en que algo salvaje y montaraz habitaba en su interior.
Fueran nos esperaban los tres perrazos, dos tirados bajo el porche al sol de la mañana y el más joven jugando con el niño, revolcándose los dos en la hierba.
En cuanto el chaval nos vio, le arreó un castañazo al perro que se había quedado mirándonos con cara de pocos amigos y se acercó corriendo.
Tenía las mejillas coloradas como la madre y los ojos, negros como el carbón, de su padre. El pelo liso alborotado, poco limpio, agrupado en mechones estirados y un poco viscosos le daban, como a sus padres, ese aspecto descuidado de las gentes de la montaña. Corría con las galochas con la facilidad con que nosotros lo hacemos con las zapatillas de deporte.
Se nos quedó mirando sin atreverse a decir nada. Nos miraba, pero nuestro aspecto ya no era el de gentes de ciudad y las botas de campo y los pantalones viejos de caminar parecían extrañarle menos que la indumentaria de la noche anterior. Le animamos a charlar, me puse su altura, en cuclillas, y empezó a contarnos que los perros no eran malos, que a él le obedecían y nos lo demostró orgulloso llamándolos y acariciándolos en cuanto se acercaron.
A pesar de sus cinco años, de los gestos propios de un niño, de su voz acelerada y aguda, utilizaba vocablos y expresiones más propias de los adultos. Supe que era, como todos los hijos únicos, demasiado mayor para su edad.
Un poco cohibido al principio nos explicó que los perros solían acompañar a los huéspedes en sus caminatas y en seguida nos los presentó por su nombre.
- Este se llama Rico y es el mío, aquella es una perra y la llamamos Tuercas porque una vez se rompió un diente mordiendo un tornillo muy grande y este otro es el jefe de todos, es un mastín y se llama Rufo, una vez se peleó con un lobo y por eso tiene estaja oreja rota ¬—decía—, mientras le agarraba el apéndice auditivo sin miramiento alguno para enseñárnoslo.
El perro no solo se dejó hacer, sino que le propinó un lametazo en plena cara que el niño recibió con desagrado, haciendo recular de inmediato al animal con un manotazo en el morro.
—Veis —dijo—, no hace nada. Es muy bueno y me obedece. El más travieso es Rico porque es un cachorro todavía —añadió agarrándole por el collar—.
El padre, Eusebio, le dio una voz desde lejos para que no nos molestara.
No era molestia, al contrario, Tista nos hacía gracia con su verborrea de adulto y su dominio de los perros, así que tranquilizamos al progenitor y continuamos charlando con él antes de comenzar la caminata, dejando que los perros se familiarizaran con nosotros.
Me pareció que tras aquellos ojos negros, iluminados por la inocencia, habitaba un sabor amargo.

Tal y como nos había dicho el guaje, dos de los perros, Rufo y Tuercas, nos acompañaron un buen trecho, después, supongo que cansados de lo que para ellos debía ser no ir a ninguna parte, se quedaron atrás y desaparecieron. Nosotros continuamos por la senda que Eusebio nos había marcado la noche anterior. No había pérdida y la ruta configuraba un círculo que nos condujo de nuevo hasta la posada, caminando entre hayas, robles forrados de musgo, avellanos, helechos altísimos, pequeños arroyos y praderas alfombradas.
Así pasamos los dos días del fin de semana, recorriendo sendas, rodeados durante las horas de luz de vegetación enmarañada, de paisajes vírgenes, de montañas y rocas, de riachuelos, mirlos y petirrojos, escuchando el grito de las cornejas y el susurro de nuestras pisadas sobre las hojas secas del camino y disfrutando de conversación con aquella peculiar familia después de la cena.
Fue el tiempo suficiente para saber que eran buenas personas. Sonrientes y amables, tímidos y retraídos los padres, mientras que Tista se mostraba cada vez más como lo que era, un niño. Un niño que vivía solo con sus padres durante casi todo el año, un niño que jugaba con su perro Rico. Un niño que tenía la suerte de vivir en uno de los sitios más bellos de la montaña asturiana, y la desgracia de estar aislado de los pueblos vecinos por tres cuartos de hora de un camino de mala muerte.
El domingo por la tarde, a la hora de marcharnos, recordé que en la guantera del coche, mi hija, mayor que él aunque todavía una niña, había olvidado el fin de semana anterior un paquete con chucherías, así que me pareció un buen regalo de emergencia, aparecido a última hora, para un niño con el que no contábamos.
Él lo agradeció, pero gominolas, golosinas, cuadernos, lápices de colores y otras zarandajas no era lo que aquel niño necesitaba. Le hizo gracia, pero nada más.
Nos despedimos de sus padres prometiéndoles que volveríamos más adelante. El fin de semana había sido encantador y, la verdad, estábamos dispuestos a repetirlo.
Me agaché para darle un beso al niño y le pregunté
- ¿Que quieres que te traigamos la próxima vez?
Su respuesta me dejó helado.
Me miró con aquellos ojos profundos, negros, en los que no supe si predominaba la esperanza o la tristeza y me dijo:
- Por favor, traerme un niño.

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