28 de febrero de 2014

Relato: Un sueño cuántico.

Mi aficción por la física teórica y mi admiración por los físicos y los matemáticos, que tienen la impresionante facultad de concebir mundos que los demás no somos capacer de imaginar, hizo que surgiera la idea de este relato.

Un sueño cuántico.
Se revolcó, se frotó la piel buscando el tiempo. Se palpó el cuerpo de forma casi agresiva, violentamente. Necesitaba rodearse a sí mismo, reconocer su origen, percibir las lindes físicas de su existencia. Incapaz de conseguirlo intentó, al menos, saber donde estaba, porque… ¿Estaba en alguna parte?
Sí, seguro que sí, pero no supo donde.
La sensación de existir le parecía brumosa y gris. Sólo las sombras y la neblina le confirmaban que se encontraba en algún lugar, en algún momento. ¿Desde cuando estaba ahí?, ¿Que instante del mundo habitaba? Debía de haber un espacio para él, su espacio, aunque no pudiera definir las fronteras entre su piel y un supuesto exterior que le rodeaba.
El sentido del tacto al manosear burdamente su propio yo le pareció insuficiente y comenzó a rascarse, a arañarse con fuerza hasta hacerse daño.
Si, debía de ser algo o alguien, quizás una persona.
Tuvo la certeza de que estaba enredado, o enredada, en el hilo del tiempo y sintió la necesidad de desligarse, de liberarse. Empezó a girar sobre sí mismo/a sin tener la seguridad de conseguirlo. Su capacidad de percibirse disminuyó. Creyó que se mezclaba con la bruma, que flotaba y se perdía. Aún así siguió girando sin percibir el eje de referencia. No sabía cual era el principio, ni por donde empezar y continuó rodando al azar, buscando el inicio.
Estaba a oscuras. Necesitaba ver y pensó que si hubiera un interruptor acabaría con la oscuridad. Eso le ayudó y empezó a sospechar que podría encontrar un resquicio en la madeja de los momentos. Si había interruptores… ¡Habría electricidad!, algo más que su propio ser y por tanto estaba en algún punto del tiempo y del espacio.
Pensar, o mejor, la presencia de un pensamiento le impedía tocarse. Había dejado de desenredarse (o de enredarse) y estaba quieto, buscando el final/principio del hilo temporal o quizás un punto que le permitiera orientarse, pero no lo encontraba y se vio perdido dando vueltas de nuevo, convertido en un ovillo sin fin.
Se le oscureció la conciencia y lo poco que había descubierto quedo convertido en una nebulosa sin forma y de una substancia desconocida. Por un momento había tenido la sensación de ser presente, pero de nuevo estaba en un punto indeterminado, sin conciencia siquiera de que existiera el pasado o el futuro. Cuando sus manos sujetaron con fuerza, casi con furia, su propia cabeza, impidiéndola girar, consiguió regresar a un mínimo orden en su percepción.
Seguía sin ver nada y necesitó ponerse las gafas para intentar percibir el exterior.
¡Gafas!. ¡Gafas!, eso es, de nuevo, en algún lugar del espacio, un mínimo sentido de la realidad aparecía como una imagen reflejada en el cristal.
Gafas significaba algo. Significaba ver.
¡Claro!, era miope.
Se palpó la cara sin reconocer sus facciones, sin encontrar la identidad de sus rasgos entre sus manos, pero sintiendo alivio por tocar algo que existía aunque no se reconociera.
De pronto supo que era un hombre, tenía pene y barba. Sí, eso. Era un hombre y no un lobo o una oveja. Era un ser humano con capacidad para inventarse una historia, para inventarse a sí mismo.
¿Estaba en estos momentos imaginando una historia, un cuento? Daba igual. Encontraría el origen. Eso era lo importante; salir del laberinto sin fin, del infinito que era.
Le pareció que sus sensaciones se aclaraban y un rayo de realidad, una grieta en el ovillo oscuro, se le presentaba con intervalos rítmicos y regulares, porque había vuelto a girar sobre sí mismo, desenredándose y con cada vuelta el intervalo de luz era mayor. Quizás pudiera ahora agarrarse a algo de lo que poder fiarse, un punto sobre el que centrarse para saber si el mundo era mundo o él era parte de una historia que él mismo había formulado. ¿Cómo podría saber si era real o inventado?
Continuó restregándose y la sensación del tacto, antes amorfa e irreal, se hizo ahora más específica. El toqueteo de sus manos le aportaba dos sensaciones; la de tocar, que le llegaba desde la yema de los dedos, y la de ser tocado, procedente de su piel. El conjunto de las dos le dio por fin la seguridad de que era alguien real. Era él mismo. El tiempo parecía regresar, pero sin coherencia.
Percibió la sensación de su propio peso, la atracción de la fuerza de la gravedad actuando sobre él. Sintió en un mismo instante que su mente estaba en muchos sitios a la vez. Por un momento se creyó Dios. Después tuvo la seguridad de que solo era la proyección cuántica de su ser, de que habitaba en un escenario de infinitos universos del que no podría escapar porque se había inventado a sí mismo como atemporal, inmortal.
¡Se había perdido… en su propia historia inventada!

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