10 de febrero de 2014

Un relato en dos entregas: "Tista". Primera parte.

Las indicaciones que por teléfono nos había dado el dueño de la posada habían sido precisas, pero empezamos a preocuparnos cuando la pantalla del Tom Tom se empeñó en transmitir que no había ruta bajo las ruedas, al tiempo que la voz femenina del aparato insistía con la famosa frase “gire en cuanto sea posible” para que volviéramos a la carretera que hacía unos minutos habíamos dejado atrás.
Atardecía y la luz de junio quedaba apagada entre las sombras del bosque por el que trepaba el coche siguiendo un empinado camino mal asfaltado. Uno de esos caminos de cemento con un surco en el centro para que el agua corra a raudales desde lo alto cuando llueve más de la cuenta. La oscuridad y la falta de ayuda electrónica nos impedían saber con seguridad si estábamos acercándonos a nuestro destino, una casa rural entre los Montes del Sueve y los Picos de Europa o si, por el contrario, estábamos absolutamente perdidos en medio de un bosque encantado y encantador.
Con el paso de los minutos la preocupación iba en aumento hasta que, tras un giro brusco, terminó la cuesta dándole un respiro al motor Diessel del auto que empezaba a recalentarse con la pronunciada subida.
La vegetación se alejó del camino y la luz vespertina iluminó un claro en el bosque. Dos pastores alemanes y un mastín enorme que nos impedían el paso, se apartaron para seguirnos después, perezosamente, hacia las luces de dos casitas que empezaban a resaltar rodeadas de hayas, de robles y del verde de los prados que bordeaban la espesura.
Orientadas al sur, la pradera, las dos pequeñas edificaciones blancas de techos rojos y las dos columnas de humo que ascendían de sendas chimeneas eran dignas de la mejor de las fotografías. Los tonos anaranjados del atardecer, el verde, casi fosforescente de la hierba y la obscuridad del bosque que rodeaba al conjunto, nos auguraba un fin de semana pausado y delicioso.
Nuestra inquietud por lo dificultoso de la ruta, dio paso al alivio y a la satisfacción de encontrarnos en un paraje privilegiado

En la puerta de la casa más pequeña esperaba una pareja y aún no habíamos apagado el motor cuando tras ellos salió corriendo un crío de unos cinco años que se detuvo, justo entre sus padres, observándonos con curiosidad. Parecía tímido y en su rostro se adivinaba la sorpresa, y no era para menos. Aún no habíamos tenido tiempo de enfundarnos los vaqueros y las botas, así que nos presentamos en el monte como cuatros idiotas de la ciudad vestidos con pantalones, camisas, faldas y zapatos nada acordes con los caminos, los helechos, las zarzas y los prados que nos rodeaban.
Bajamos nuestro equipaje y nos instalamos. El sitio era perfecto. Tendríamos una de las dos casas solo para nosotros, sin que nadie nos molestase porque no había más huéspedes. La pareja que regentaba el negocio era más que agradable y el chaval parecía educado y poco dado al alboroto. El silencio, y el olor al roble que ardía en la chimenea y que se difundía por el bosque, presagiaban que el fin de semana iba a deslizarse con la suavidad del tiempo detenido casi hasta el aburrimiento.
Los dos edificios de la hostería eran claramente diferentes. Uno, el nuestro, parecía de construcción reciente, pero con los rasgos típicos de una casa de montaña asturiana de dos plantas. Arriba cuatro habitaciones, abajo una única estancia en la que destacaban una gran mesa, dos sofás y un par de sillones orejeros frente a las llamas de una chimenea.
Los techos y las escaleras de madera oscura, sin desbastar, las paredes de piedra con algunas fotos en blanco y negro enmarcadas en madera del mismo tono que el resto de la estancia y una estantería antigua llena de libros contribuían, junto con el resto, a crear un ambiente de lectura, de paseos por el bosque y charlas animadas entorno a la gran mesa preparada ya con los platos y tazas necesarios para el desayuno diario.
Completando el mobiliario, al fondo de la sala, una pequeña cocina, moderna, de tonos oscuros que apenas resaltaba con la tibieza del ambiente, nos serviría para calentar el desayuno.
La otra casa, la de los dueños, era mucho más vieja y a todas luces más incómoda. El porche, sus anchos muros de piedra, sus ventanas hundidas en el espesor de la pared, las contraventanas de madera ensartadas en grandes bisagras de hierro negro y un salón reformado como comedor y decorado con sencillez, como todo el conjunto, conjugaban a la perfección con la idea del sosiego que, cansados del ajetreo y del estrés de la ciudad, perseguíamos para este fin de semana.
La cena, en el comedor del hogar de los caseros, fue ligera y agradable. Una sopa y un buen filete de ternera con patatas. De postre flan.
Eusebio y Caty, los posaderos, se mostraron atentos, sonrientes, pero sobrios, impregnados por el aislamiento y la soledad del paisaje. Al fondo, en la cocina, se escuchaba casi imperceptible el sonido de una televisión ante la que sin duda se sentaba Tista, el hijo de ambos.
Esa noche Eusebio nos recomendó, sobre el plano, las rutas de senderismo para el día siguiente. De hablar pausado, ojos y pelo negrísimos, tímido, respetuoso y siempre con una voz ruda, pero de tono muy bajo, parecía no necesitar esforzase para continuar transmitiendo esa quietud que reinaba tanto en el interior como en el exterior. Solo la animación y el regocijo de nuestra charla estaba en desacuerdo con la ausencia de ruido y nuestras voces llegaron a parecerme un pequeño insulto al sosiego y a la serenidad que emanaban de las piedras, de los muebles, de las paredes.
Era los que deseábamos, olvidarnos por un par de días del bullicio, de la estridencia de la ciudad, que de repente, con placer, habían sucumbido sustituidos por el roce de las hojas de los árboles, por el siseo del viento, por el canto de un grillo o por el rumor del bosque que se colaba por la puerta. Sonidos que deseábamos y que se ocultaban bajo nuestra conversación de aquella noche, excitada ante las perspectivas del fin de semana.
Al acostarnos, los murmullos apacibles de la arboleda y el olor de las sábanas limpias, recién planchadas, acompañaron nuestro sueño durante toda la noche.

A la mañana siguiente...


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