30 de enero de 2014

Relato: Joao Chao, un pescador de La Gomera


La casa de Joao Chao aguantaba los temporales de invierno edificada sobre las rocas como si fuera un peñasco más. A escasos veinte metros de la línea de rompientes el blanco de su fachada terminaba bruscamente sobre el negro del basalto al que estaba anclada. Situada al final del paseo marítimo de Valle Gran Rey, su silueta parecía estar en tierra de nadie, entre el océano y el pueblo.
Joao, sentado a la puerta de su humilde vivienda, parecía formar parte del paisaje verde, negro y azul del sur de La Gomera y la casa era como una isla blanca rodeada de enormes piedras negras y geranios salvajes. Tras ella el fondo rojo y oscuro de la montaña, que ascendía verticalmente hasta tocar el cielo ochocientos metros más arriba, hacía parecer un minúsculo punto blanco al pueblo entero.
Desde que nació, Joao había sentido las olas muy cerca. Pescador y marinero siempre estuvo rodeado por el mar y ahora, otra vez en tierra, continuaba sintiendo desde su casa el cercano trasiego de la marea. Sentado, con el transistor de radio a su lado como única compañía y un palillo entre los dientes que le quedaban, pasaba allí la mayor parte del día conversando con algún vecino o viendo el ir y venir de los pocos extranjeros que llegaban hasta el final del paseo atraídos por el paisaje, por la mezcla del negro de las rocas, el blanco de las paredes y el verde de los geranios salpicados de flores. Con su piel tostada, tan oscura como las piedras que le rodeaban, su figura encorvada, apagada, recortada sobre la pared, pasaba desapercibida para los viajeros que raramente se detenían allí.
—Sólo tengo lo justo para comer, una cama para dormir y las tardes libres para tomarme una cerveza en la terraza del bar, —pensaba—
La mar rugía, el sol brillaba, la espuma blanca luchaba contra la oscuridad de la tierra… y el hombre se lamentaba.
—Me paso los días aquí, viendo como todos los demás se afanan de negocio en negocio y corren de un lado para otro sin parar, sin tiempo ni para tomar un café de tan ocupados como están ganando dinero. Y mientras ellos se compran coches y trajes elegantes, yo sigo sentado a la puerta de mi casa, delante del mar, viendo cómo pasan los días y cómo el mundo da vueltas a mí alrededor sin yo poder sacarle partido.
Entre sopor y sopor, entre siesta y siesta, buscaba la manera de ganar algún dinero con los turistas…
— ¿Qué les puedo vender yo, un viejo pescador, que no tengo ni telas, ni plata, ni especias?
— ¿Qué les puedo vender yo si a mí, lo único que me sobre es… tiempo?

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