8 de enero de 2014

Han pasado las Navidades y con ellas mis vacaciones, así que toca volver al blog. Y nada mejor que un nuevo relato para empezar el año.

Se titula: La cabeza sirve para algo más que para pensar.

He salido por la puerta con la idea en la cabeza de que uno de los motores del mundo es el amor. Sí, el amor.
Es el primer día de mi convalecencia y salgo solo. La calle recta, estrecha, sombría, escoltada por casas antiguas, solitaria en el atardecer, recoge el sonido de mis pasos, cortos, lentos, torpes. El tiempo que me sobra después de analizar la rugosidad el pavimento, de buscar resaltes invisibles para evitar un peligroso tropiezo, lo ocupo intentando agujerear mi cabeza.
Sí, el mundo no se mueve solo. Millones de años hacen que esto no sea pura casualidad. ¿Cuántas madres, cuantas esposas, cuantos ladrones, cuanto egoísmo, cuanta supervivencia?
Soy muy lento. Nunca lo había sido tanto. Nunca los momentos y la calle pasaron por mi cabeza tan despacio. ¿O es al revés?
Me da tiempo para fijarme en todo, en todos. Una mujer cruza mi camino desde un lateral. Sí, el reloj parece haberse detenido y, o mi mente me está jugando una mala pasada, o he retrocedido más de cien años. Va enteramente vestida de negro, camina con agilidad. No debe pasar de los sesenta. Cubre el pelo, sucio seguro, con un velo negro. No. Miento, no es un velo. Es un pañuelo negro que apenas me permite verle la cara. Se protege del relente con una toquilla, como no, negra, que sujeta con ambas manos a la altura del abdomen. La falda larga, bastante por debajo de las rodillas, deja asomar unas piernas nerviosas y rápidas en su forma de caminar, cubiertas con unas medias negras. Usa zapatillas de felpa, de las de andar por casa. Negras, claro está.
La que supongo que es su nieta me devuelve al siglo XXI porque va jugando con un móvil de última generación, viste pantalones a cuadros rojos y no para de charlar.
La mujer la escucha. No hace falta ser adivino para saber que la quiere.
¿Qué no haría esta mujer por su nieta? O ¿quizás fuera su hija?

Pienso que mi lentitud me permite ver los anacronismos del mundo, sus rarezas.
La niña y su abuela van mucho más rápido que yo. Las pierdo. No pretendo seguirlas.
Regreso a mi mundo, un paso más, otro agujero desconocido que evitar. ¡Cuidado con el bordillo! ¿Qué más mueve el mundo?

Después de la vieja, los jugadores de cartas de Cézanne se cruzan en mi camino. Un perfil de nariz prominente y pelo corto, grisáceo que mira sin mirar sus manos. Las cartas transformadas en relucientes monedas sobre un platillo, la silla y la mesa son la acera y la calzada. La espalda encorvada, la vieja chaqueta, un gorro achaparrado de color indefinido. ¿Es su perfil lo que me recuerda al cuadro? No, es la indiferencia en el rostro, la falta de expresión, la mira baja mientras a su lado pasan los transeúntes que me adelantan. Nadie se fija en él. Nadie le echa una moneda.
No puedo evitar pensar en Cézanne. Los colores apagados, el reflejo de la botella, la espalda encorvada. Un mundo inmóvil.
El mendigo y yo nos miramos. No siento pena. Creo que él tampoco.
No hay brillo en sus ojos y tengo que desviar la mirada. Voy tan despacio…
No puedo girarme. Tampoco detenerme. Le dejo allí sentado.
¿La inercia es otro motor del mundo?

A pesar de mi lentitud he llagado al final de la calle, ensimismado. Un grupo de turistas alborotan en la esquina. Por encima de mi cabeza, desde los pasadizos que llevan hasta la cumbre de La Catedral, oigo más risas y una joven le grita a su novio que tiene vértigo.
Abajo, a la entrada, una cola divertida y bullanguera espera. Todos quieren ver lo que ofrece la vista desde arriba, y…
De nada sirve el título de lo que se ofrece: La búsqueda de la luz.
Las sensaciones, la búsqueda… ¿Otro motor?

Salgo de las sombras y el sol calienta mis pasos. Me detengo frente al escaparate de una librería. Repaso las últimas novelas expuestas. Junto a ellas libros de auto ayuda, algún poemario... ¿Más motores?
¿Hay motores impotentes?

Sigo adelante. Ya llevo más de media hora tratando de descubrir baldosas ausentes, boquetes por los que se cuele la punta de mi bastón, irregularidades, inestabilidades…
Alguien me llama. En una ciudad pequeña siempre hay alguien que te reconoce.
—¿Qué te ha pasado?
La pregunta era obligatoria y la respuesta evasiva y sin ganas.
Me siento bien. Nada tengo contra el que se interesa por mi salud. Normalmente no me alegro de verle, creo que me molesta oír rechinar los goznes de sus ideas, pero hoy no tengo prisa. Intento descubrir sin resultado algún sentimiento en sus ojos oscuros, en su cara redonda, infantil y femenina. Los ojos de los locos son expresivos, tras ellos se oculta la febril actividad de un cerebro "hiperactivo" que se asoma con un brillo especial en su mirar. No es el caso, la simpleza implica el vacío tras las pupilas y eso me ha llamado siempre la atención. Descubrir las intenciones, los pensamientos, la maldad o la bondad en el rostro de una persona inteligente es difícil, pero tienes la seguridad de que hay algo. Una mirada pueril es inescrutable, enigmática.
Es el primer día que veo el mundo desde la lentitud a la que mis pasos me obligan, así que no pensaba entretenerme, pero…
Pero le acompañaba un tullido. Tan alto como un chopo y tan delgado como una escoba, con la cara de un niño de diez años. Estaba allí, apoyado en sus muletas, parado delante de nosotros y solo le miraba a él. En su rostro se reflejaba la admiración, brillaban sus pupilas y un gesto desarticulaba su boca dejándola constantemente abierta.
Mi amigo se despidió de mí. Iban más rápidos que yo, naturalmente. Ni uno ni otro se volvió para mirarme. El lisiado caminaba de lado mirando a su ídolo. Se apoyaba en sus bastones y cada vez que levantaba un pie le daba dos patadas al aire con un gesto tan descordinado que parecía imposible que lo repitiera con el otro pie, y sin embargo los movimientos de sus pasos eran simétricos; la muleta primero, la pierna que se elevaba transversalmente al desplazamiento, el pie que tras tratar de golpear al propio mundo dos veces seguidas conseguía apoyarse, el apoyo del bastón contrario y el mismo escorzo con la otra pierna. Su cara no perdió en  ningún momento la expresión de éxtasis. Sus ojos negros, incapaces de dirigirse hacia un escaparate, hacia la rubia imponente que pasó a su lado, continuaban encandilados, maravillados, fijos en el rostro del ser venerado.
¿Sentí envidia de aquel ser mitificado?
¿Es la envidia otro de los motores del mundo? 

Hay muchos motores, pero ya no me importaban tanto…
Los dos sujetos se alejaban delante de mí hacia el parque.

Giré a la derecha. Otro conocido se cruzó conmigo. Alguien con quien me divierte jugar a "ver quién saluda a quién", esperar su ¡hola! poniendo cara de poker. Alguien que camina sin dificultad, con poderío, mirando por encima del hombro a cualquiera que se cruce con él. Alguien con quien no me gustaría cruzarme. Le miro fijamente y en el último momento, cuando ya no puedo aguantar más ni su mirada, ni la mía, esbozo un saludo breve. 
Pierdo yo, claro está. No va deprisa y solo después de sobrepasarme, como quien se da cuenta tarde, se detiene y con chulería me suelta un ¿Que te ha pasado?
Respondo sin detenerme, alejándome a toda la velocidad que me permiten mis dolores.
La cabeza me da vueltas, continúa registrando a los viandantes, las fachadas desconchadas, los agujeros del suelo. Me empieza a doler la pierna. Estoy deseando llegara a casa para pensar un rato sentado en mi sillón.

Acelero el paso lo que puedo y, cuando solo la puerta del portal me impide llegar al merecido descanso, me percato de lo difícil que va a ser abrirla con las manos ocupadas por las dos muletas.
La solución parece evidente, no necesito pensar. Apoyo una muleta en el marco, equilibro mi peso en la pierna indolora y saco las llaves del bolso. Abro y empujo la puerta, pero… No es posible. Uno de esos resortes que se colocan para que la puerta no se quede abierta me lo impide, de modo que en cuanto saco la llave vuelve a cerrarse automáticamente. Dudo un instante si debo usar una de las dos muletas para sujetarla. No funcionaría. La puerta se cerrará en cuanto separe el bastón para poder equilibrarme. Una idea surge rauda, 
¡Utiliza la cabeza…! 
Y eso hago, abro la cerradura con la llave, apoyo la cabeza en centro en la puerta para detener el avance que la fuerza del resorte le imprime y al mismo tiempo agarro la otra muleta dándole con ella el empujón definitivo que me permite entrar en el portal de mi casa.

Sí, me digo, la cabeza sirve para algo más que para pensar.

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